Daijiro Kato, el sol de Japón que se apagó cuando empezaba a brillar

El adiós del 74 dejó al país del sol naciente sin el astro que tanto habían esperado.

Nacho González

Daijiro Kato, el sol de Japón que se apagó cuando empezaba a brillar
Daijiro Kato, el sol de Japón que se apagó cuando empezaba a brillar

En el palmarés de la categoría reina hay nombres de hasta seis nacionalidades: Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos, Australia, España y Rhodesia. Pocas para los 68 títulos que se han repartido. Tan pocas que se echa de menos la presencia de algunos países. Sobre todo, uno.

Sin duda, Japón es el gran ausente en el listado de los campeones de la categoría reina. Con el subcampeonato de Tadayuki Okada en 1997 como mejor resultado histórico en 500cc, la bandera del punto rojo sobre fondo blanco prácticamente monopoliza el apartado de la clasificación de constructores desde el ocaso de MV Agusta hace ya más de medio siglo.

Con la excepción de Ducati en 2007, tanto el título de constructores como el de pilotos han sido para marcas japonesas. Sin embargo, la gloria visitaba otras tierras y lo hacía montado en sus motos. Siempre corcel, jamás jinete. Sus jockeys sólo eran capaces de brillar entre ponys y potrillos, pero sus propios purasangres les resultaban indomables.

Norick Abe les enseñó a creer, y lo hizo en Suzuka. Desafió sin complejos a los mejores estadounidenses y australianos, puso a Japón en el mapa del medio litro. Sin embargo, aquel risueño imberbe parecía adolecer del contrapunto de regularidad necesario para diseminar su talento por todos los circuitos. Era una estrella más brillante que ninguna, pero tendente a la fugacidad. No el sol que esperaban, pero suficiente para hacer creer a Japón en su brillo.

Abe había abierto la puerta y había entrado a la mesa redonda de los genios de 500cc, pero todavía faltaba cruzar la última frontera: derribar el muro para presidir el convite. Había un elegido. Curtido en el cuarto de litro y con el descaro en pista del que muchas veces sus compatriotas adolecían. Su nombre era Daijiro Kato.

Sus irrupciones como ‘wild card’ (dos victorias en cuatro apariciones en Suzuka) hacían patente que su calibre como piloto estaba muy lejos de ser el de un invitado. Era el elegido: el astro que debía alumbrar el futuro del país del sol naciente. No le temblaba la responsabilidad: en su segundo año completo arrasó 250cc. Era 2001, el mismo año que Valentino Rossi puso su primera pica en la clase reina.

Sin Mick Doohan. Con Álex Crivillé en declive. Con Max Biaggi moralmente maniatado. Valentino Rossi amenazaba con tiranizar sin piedad la primera década de MotoGP. No se vislumbraba en todo el paddock quien pudiera hacerle frente. Salvo, tal vez, ese japonés que llegaba a la categoría reina habiéndolo ganado todo en la precedente.

Dos podios en su primer año entre los grandes (el primero de ellos en la tercera carrera) eran el aviso de lo que podría llegar. Quizás fueran palabras mayores situarle como el potencial gran adversario de Rossi, pero no fueron pocos los que intuyeron esa incipiente rivalidad. El deporte se alimenta de las grandes rivalidades, y la afición así lo siente: por aquel entonces, resultaba más deseable atisbar una dualidad como la que no mucho antes escenificaron Wayne Rainey y Kevin Schwantz, que no una hegemonía como la establecida por Mick Doohan.

Por tanto, puede que pensar en que Kato podría haber derrotado a Rossi fuese, en parte, un acto de fe. Y sí, lo era. Pero era una fe motivada. No era una fe ciega, sino una fe preclara y legítima. Se creía al verle. Era el elegido. El único que había demostrado, en su ruta a MotoGP, una superioridad similar a la de ‘Il Dottore’ era aquel número 74. Él era el sol naciente que empezaba a brillar con clara y hermosa luz. Y así se sentía en los albores de aquel 2003.

Así lo respiraba Suzuka en aquel trágico 6 de abril en el que Kato empezó a dejar de respirar. Decenas de miles de nudos se cerraron, a más de 200 kilómetros por hora, sobre las gargantas presentes en las gradas de Suzuka; testigos de un terrible eclipse de vida que se extendió durante dos interminables semanas para, en la máxima expresión de la crueldad vital, llevarse el sol más brillante de Japón.