Desde el Gran Premio de Qatar 2013, el Mundial de MotoGP vive y disfruta la coexistencia de dos realidades fascinantes: el trayecto de Marc Márquez hacia las cumbres más históricas del universo de las dos ruedas; y la incansable batalla que libra Valentino Rossi contra la lógica del paso del tiempo.
Una coexistencia que ya dura un lustro, y que sólo será puesta en su justo valor desde la retrospectiva de las décadas.
Lo sucedido en Phillip Island en este 2017 ha sido una metonimia de esa coexistencia. Márquez recorriendo, no sin oposición, el sendero hacia esa aura de semidiós de las dos ruedas que Rossi ya anduvo más de una década atrás. Rossi enseñando a los nuevos candidatos que, aun dejada atrás su aura de divinidad tras su condena en los infiernos de Ducati, sigue siendo el mejor de los humanos cuando llega la hora de batirse en un duelo cuerpo a cuerpo.
Márquez contra la historia y Rossi contra el resto. Con permiso de dos mitos en activo como Jorge Lorenzo y Dani Pedrosa –que también serán justamente ponderados con la perspectiva del tiempo-, son las dos contiendas que han polarizado el último lustro de MotoGP, sobre todo cuando, en algún punto concreto, han pasado de ser realidades tangenciales a convertirse en un juego de suma cero que, irremediablemente, se tradujo en una confrontación directa.
Con esas dos batallas como contexto subyacente, Australia ha asistido a una auténtica sublimación de lo que es el motociclismo de competición. Esta vez no estaban Pedrosa o Lorenzo, pero varios jóvenes pilotos han tomado la alternativa.
Especialmente, cuatro: Maverick Viñales, Johann Zarco, Andrea Iannone y Jack Miller. También se podría incluir a Cal Crutchlow y Álex Rins, pero su presencia en la carrera ha sido más bien pasiva, seguramente porque no tenían más. La parte activa del grandioso espectáculo corresponde a la suma de Marc, Vale y los otros cuatro mencionados.
Con Iannone y Zarco haciendo gala de su habitual agresividad, Miller crecido ante los suyos y Viñales dejando pasar vueltas esperando el ataque final, Rossi y Márquez se sentían en su salsa. Metiendo la moto en cada hueco, con ‘toques’ como el de Zarco a Márquez –seguramente el más cuestionable de la carrera-, del del propio Márquez a Rossi, de Iannone a Viñales o de Zarco a Iannone, por citar unos pocos.
No se perdonaba un centímetro. Todo cálculo previo de ritmos se volatilizaba como si de una carrera de Moto3 se tratase. La búsqueda del hueco se imponía sobre la búsqueda del tiempo, para deleite del aficionado y sufrimiento de los habitantes de las tettoias de los equipos, donde poco faltó para requerir la presencia del cardiólogo de guardia en la isla.
Un todos contra todos sin orden ni concierto, sin estrategia ni calculadora por parte de nadie. Debido, en gran medida, al via crucis de un Andrea Dovizioso hundido en las profundidades de un pelotón plagado de ‘Desmosedicis’; Márquez pudo olvidarse, al menos por un rato, de que se jugaba más que el resto de sus contrincantes. Y jugar.
La sublimación del motociclismo de velocidad es el juego. Una semana atrás, Márquez jugaba (y perdía) con Dovi en Japón. En Australia, ha jugado con y contra todos. Sobre todo contra Rossi. Las rencillas del pasado han quedado condenadas a un rincón de la memoria y ya no ocupan un lugar preponderante en la cabeza de ninguno. Vuelven a hablar el mismo idioma y, así, gana el aficionado.
Sobre todo porque han encontrado rivales que les siguen el juego encantados. A diferencia de Lorenzo o Pedrosa, pilotos que sacan lo mejor de sí mismos cuando tienen pista libre y pueden copiar vueltas a la milésima; Iannone y Zarco son pilotos cortados por el mismo patrón que 46 y 93. Auténticos jugadores que han llevado la partida a un nuevo nivel que ni Márquez ni Rossi pretenden rehuir, como quedó claro durante toda la carrera.
En el caso de Márquez, jugó hasta que se acordó que tenía un título que ganar. En otro momento de la temporada quizás hubiese optado por divertirse hasta la última vuelta, como dos años antes en el mismo sitio, cuando ganó con un giro final descomunal que puso la isla patas arriba.
Esta vez tenía que asegurar. Paradójicamente, lo más seguro era escaparse. En un mano a mano, lo más seguro puede ser quedarse a rueda. En un grupo tan grande con pilotos sin nada que perder como Iannone o Zarco, un estratega como Viñales y, sobre todo, con Rossi rejuveneciendo en cada adelantamiento, lo menos arriesgado era salir de ahí.
Encontró el resquicio, puso a todos en fila y estiró la cuerda del grupo hasta que se rompió a su espalda. Sabía que si era capaz de hacer un par de giros sin ver la rueda de nadie en los ‘retrovisores’, sus jóvenes perseguidores acabarían por ponerse a jugar sin él y ‘estorbar’ a Rossi, lo que le permitiría abandonar la partida con todas las fichas y embolsarse 25 puntos, traducidos en tres cuartas partes de título.
Sin el mejor jugador del momento, la partida por la segunda posición se abrió por completo. Iannone lo había dado todo pero, en el momento decisivo, la lucha estaba entre las tres Yamaha. Una vez más, Rossi se medía en una lucha sin cuartel contra rivales de al menos dos generaciones posteriores: sus 38 años contra los 27 de Zarco y los 22 de Viñales. Y sí, les ganó.
Puede cambiar el decorado, también los personajes secundarios. Pero los protagonistas de la coexistencia más maravillosa de la época reciente del motociclismo siguen siendo los mismos, y siguen ejecutando su papel de forma magistral.
En el momento más decisivo de la temporada, Marc Márquez volvía a demostrar que es el mejor piloto de la actualidad dando otro salto de canguro hacia la historia.
En la situación en la que la juventud parece dar un valor añadido, Valentino Rossi se quitaba 20 años de encima para volver a acabar una carrera como el mejor de los humanos.
Y claro, están condenados a coexistir.