La historia de Norick Abe es la prueba de que las leyendas no siempre se tallan entre champagne y coronas de laurel, la demostración de que el carisma no se compra, que se puede entrar por la puerta grande de la historia del motociclismo y alcanzar la categoría de mito con apenas tres victorias. Que la locura es pasión, según el prisma. Y, sobre todo, de que sólo muere quién es olvidado.
Por eso, en su trayectoria mundialista Norifumi Abe fue trazando, sin él saberlo, la ruta hacia la inmortalidad. Desde que se apagó el semáforo de Suzuka, su Suzuka, el 24 de abril de 1994, hasta la caída de la bandera a cuadros el 31 de octubre de 2004 en el Ricardo Tormo. Un circuito de más una década que trazó con su peculiar estilo, su inconfundible melena y su indeleble sonrisa.
Era la sonrisa del que pilota por placer, del que siente que nace todas las mañanas, cada día. Una sonrisa que se fue forjando en el barro del motocross, cuyas roderas tallaron un espíritu indomable que apenas podía ser contenido en los circuitos, donde no tardó en dejar fluir un talento que se medía en cataratas. Llegó al asfalto a los 15 años, y sólo tres después se hacía con el título de 500cc del All-Japan Road Race Championship, estableciendo un registro de precocidad que sería eterno, ya que al año siguiente la categoría fue sustituida por Superbike.
De su presentación en la sociedad mundial de las dos ruedas poco se puede comentar que no haya sido ya repetido en innumerables ocasiones. De los 144 grandes premios que disputó, sólo en aquel GP de Japón de 1994 lo hizo con una Honda. Con el número 56, llevó el delirio a las gradas niponas, a las que enseñó que el caos es un orden por inventar, llevándoles en volandas por el sueño de un triplete –ese día Takeshi Tsujimura venció en 125cc y Tadayuki Okada en 250cc- que ni siquiera se desvaneció con su caída a tres vueltas del final.
La victoria fue para Kevin Schwantz, escoltado por Mick Doohan y Shinichi Itoh, pero lo que se vio en Suzuka fue más allá de lo sucedido aquel día. Se vio el futuro, se vio la puerta a la esperanza de un país donde la gasolina es religión, pero acostumbrado a ver cómo sus máquinas sirven de altar en el que rendir culto a dioses provenientes de lejanos parajes, principalmente Estados Unidos, Australia e Italia.
Casi dos años tardó en llegar la consumación de aquel éxtasis. Enrolado en las filas del Team Roberts Marlboro Yamaha –después Team Rainey-, Abe ya había disputado al completo la temporada 1995 sobre la Yamaha YZR500 del tricampeón norteamericano, probando las mieles del podio en Brasil, tras Luca Cadalora y Mick Doohan, y finalizando su primer año en una prometedora novena posición.
Con su victoria en Suzuka, puso fin a 14 años de sequía de Japón en el medio litro.
1996 es el año recordado por el nacimiento de la rivalidad entre Mick Doohan y Álex Crivillé, pero en Suzuka todo pasaba a un segundo plano. Japón se engalanaba para recibir a su ídolo, que estiró hasta el infinito la sombra de su melena para endosarle más de seis segundos a Crivi y al estadounidense Scott Russell, testigos de lujo del renacer del sol japonés, cuya bandera se encaramaba a lo alto del medio litro por tercera vez, poniendo fin a una sequía de 14 años (Takazumi Katayama, Anderstop 1982).
Mientras seguía en su ruta hacia la historia, contemplaba sonriente como sus compatriotas lograban salirse de la aspiración del cálido rebufo de su melena para lograr sus propios triunfos: Tadayuki Okada, Tohru Ukawa y Makoto Tamada. Pero ni sumando el cariño que Japón mantenía hacia los tres conseguían difuminar la idolatría que profesaban a Norick. No, el carisma es un don, y los dones no se compran.
El carisma se tiene, y Abe lo tenía. Y se cuida. Sin querer, pero se cuida. Con una sonrisa natural, sincera y perenne. Con un estilo propio, peculiar e innegociable. Con un carácter afable, simpático y educado. Convirtiendo adversarios en admiradores y puntuales simpatizantes en sempiternos aficionados.
Hasta ese 1996, ningún japonés se había coronado en Suzuka en la clase reina. Y ninguno lo volvió a hacer. Sólo él repitió la proeza en 2000, ya con D’Antin Antena 3-Yamaha, batiendo en el mano a mano a Kenny Roberts Jr con Okada tercero rubricando un día mágico para Japón, ya que esa vez sí cayó el triplete: Youichi Ui triunfó en 125cc y el otro gran icono nipón contemporáneo, Daijiro Kato, en el cuarto de litro.
Unos meses antes, en las postrimerías de 1999, había vencido en una batalla triple en Brasil ante Max Biaggi y el propio Roberts Jr. La segunda de sus tres victorias, la única lejos de su Suzuka. Un año después, en Jerez 2001, se le vio por última vez en el podio, por detrás de Valentino Rossi y por delante de Álex Crivillé.
Después llegarían las MotoGP, y con ellas su declive. A finales de 2002, el año que dos y cuatro tiempos compartieron pista, d’Antin logró dejar atrás la YZR500 para proporcionar a Norick una Yamaha YZR-M1, pero las cosas no salieron bien. Lesionado, no corrió en Australia, y en Valencia finalizó en décima posición.
Dos años difíciles más con las cuatro tiempos fueron su epílogo en el mundial, y después de dos infructuosas temporadas en el Campeonato del Mundo de Superbike –con Yamaha, por supuesto- en las que no logró subir al podio, en 2007 volvió a su país para cuadrar su propio círculo en el All-Japan, en la categoría de Superbike.
El corazón de Abe se paró, pero todavía sigue latiendo en millones de corazones por todo el mundo.
Pese a que no había logrado ganar en todo el año, su gran regularidad le permitía llegar a la última cita doble segundo en la general, con posibilidades de proclamarse campeón. En su Suzuka. Pero jamás llegó a situarse en parrilla. El 7 de octubre, en la ciudad de Kawasaki de la prefectura de Kanagawa, un conductor hizo un giro prohibido con su camión y se llevó por delante a Norick, que iba con su Yamaha T-Max. Dos horas más tarde, falleció en el hospital.
Ese día, el mundo del motociclismo lloró ríos de dolor, viendo cómo se abría en el corazón de Japón la todavía no cicatrizada herida del adiós de Daijiro Kato. El corazón de Abe se paró, pero todavía sigue latiendo en millones de corazones por todo el mundo.
Fue uno de esos pilotos que transcienden todas las estadísticas. Puede que sus tres victorias y sus 17 podios no le sitúen en los lugares de postín de las clasificaciones históricas, pero ocupa un rincón de privilegio para un sinfín de aficionados al motociclismo, demostrando que a veces la velocidad es secundaria.
Su melena irrumpió en Suzuka, su sonrisa cautivó a Japón y su corazón conquistó el mundo.