En realidad yo no iba a tener el honor de realizar esta prueba dinámica, sino mi jefe. Debido a otras obligaciones laborales al final le fue imposible rodar con la Reitwagen de Daimler, así que me encargó a mí esta fantástica misión. Lo primero que me dijo es que me lo tomase con calma: «¡Cuidado en las curvas! Este aparato no es nada fácil de pilotar, tenlo siempre en cuenta». Me sentía como un niño de dos años al que su padre le prepara antes de soltarlo con el triciclo por el pasillo de casa.
Una cosa estaba meridianamente clara, la velocidad no me iba a matar… o desde luego habría sido muy mala suerte. La Reitwagen pesa 90 kg, y de acuerdo con la ficha técnica del aparato, la velocidad máxima es de 12 km/h. Ah, se me olvidaba, ¡además tiene unas pequeñas ruedas auxiliares para estabilizar el conjunto! Vamos, que por suerte iba a ser casi imposible el tener un accidente, o al menos eso creía yo.
El tesoro
Tres días más tarde, bajo un cielo encapotado, estoy reunido con media docena de personas que trabajan en Mercedes-Benz. El tesoro de dos ruedas (¿o debemos decir cuatro ruedas?) está aparcado a dos metros del primer taller que tuvo Gottlieb Daimler, del que solo queda apenas restos de la base, algunas piedras y poco más.
Michael Plag, que lleva 34 años en la compañía y dirige el Mercedes-Benz Classic Center es el guardián del tesoro. Tiene la potestad que está vetada a todos los demás: pilotar la Reitwagen. Además conoce a fondo la «moto» y sabe mejor que nadie lo que me voy a encontrar. «Hemos buscado un pista de tierra donde no será tan difíil usar la Reitwagen. Si se tratase de rodar por asfalto sería complicado porque no tendría nada de agarre», dice con una sonrisa. Mi interlocutor es el tipo de persona que no se amilana ante las dificultades.
Con el dedo señala a las ruedas de madera: 10 radios, 600 mm de diámetro y una superficie de apoyo de 35 mm. Como ves, no iba a pilotar una custom muy especial ni nada por el estilo. Estoy frente al comienzo de los tiempos, la Reitwagen supuso el principio del motociclismo. Mi sentimiento era una mezcla de absoluta admiración y felicidad. Gottlieb Daimler y su aparato no solo habían escrito una parte de la historia de la humanidad, sino que su obra muestra a las claras que este hombre fue, además de un pionero (en el más noble sentido de la palabra), un absoluto perfeccionista. El acabado de todas las piezas es simplemente extraordinario, desde el chasis de madera a las partes móviles, las conexiones, los rodamientos…
Fuego destructor
La unidad que ves aquí es una de las 10 que existen en todo el planeta. Todas han sido fabricadas como exactas réplicas del modelo de 1885. Por desgracia el original se perdió en 1903 en un incendio.
Michael se encarga de llenar el pequeño depósito de combustible que alimenta el motor de 264 cc. El monocilíndrico va propulsado por una mezcla de gasolina ligera y nafta, un carburante altamente inflamable que ya en 1850 se empleaba como quitamanchas. En aquella época la nafta se adquiría en las farmacias.
Al acercarnos podemos oír el silbido que delata que el combustible se está evaporando. «Ahora a darle a la manivela», dice Michael. Y se acerca con una que inserta en una rueda dentada. Una, dos, tres vueltas y a ver si se pone en marcha. «Hay días en los que estamos horas trabajando hasta que el motor funciona bien», dice mientras el sudor le cae por la cara. Hoy parece ser uno de esos días, pues el monocilíndrico no cobra vida. Algunos pedos, ruidos varios, golpes de humo y hasta una llamarada por la salida de los gases a través del pequeño silenciador, pero nada más.
Michael continúa dándole a la manivela sin perder un ápice la fe. Mientras esto ocurre me viene a la cabeza que el monocilíndrico de Gottlieb Daimler, cariñosamente conocido como el «reloj de pared», supuso un paso gigantesco en la historia de la técnica en los albores de la automoción. Al principio los motores de ciclo Otto (4T de gasolina) no giraban a más de 150 rpm. Daimler mejoró esta técnica trabajando, entre otras áreas, en las válvulas de escape, lo que supuso alcanzar las 700 rpm. ¿Y por qué hizo con ello una moto y no un coche? Pues simplemente por cuestiones de dinero.
Por fin el pequeño propulsor cobra vida, girando entre 200 y 400 rpm. A través de una pequeña varilla se controla la mezcla para que le llegue de forma óptima al motor. A cada mm de movimiento de la parrilla el monocilíndrico responde con alegría o de manera asmática. La combustión se muestra muy sensible a la temperatura y al oxígeno que hay en el conducto de admisión. Michael se sienta en la Reitwagen, me da algunas explicaciones y sale con ella en marcha. El camino mide unos 30 metros y es un poco cuesta abajo. El piloto va, da la vuelta con aparente facilidad y regresa al punto de partida.
¡Se mueve!
Parece fácil, pero no lo es. Ahora me toca a mí el turno. Estoy ya sentado en el Reitwagen, con mi trasero sobre un asiento de acero cubierto con cuero, bajo el cual se encuentra el motor. La salida sí que no requiere mayor dificultad, debajo del manillar hay una maneta que si se mueve hacia delante afloja una cinta de cuero que acciona la transmisión al mismo tiempo que se gobierna el freno por medio de un cable. Así que, con todo el tacto del que soy capaz, pongo el motor en tracción, suelto el freno y ¡allá voy! Al mover el manillar la «moto» reacciona de forma súper directa.
Encima del aparato no dejas de temblar pues las ruedas no sólo no tienen neumáticos sino que la Reitwagen carece además de cualquier sistema que se asemeje a unas suspensiones. Viene el momento de dar la vuelta. La mayoría de nosotros llevamos años montando en moto y las maniobras las hacemos de forma instintiva, automática, sin pensar en ellas. Con la Reitwagen tienes que aprender de nuevo y, de paso, «desaprender» algunas nociones. Este aparato no tiene mucha propensión a inclinar y si lo hace es para volcar… «¡Frena, frena!», gritaba Michael. Lo que hice de inmediato, y por fortuna ni destrocé el Reitwagen ni tuvieron que quitármelo de encima. «¡Ahora da gas rápido!», grita mientras negocio el ápice de la curva. Tras varias vueltas empiezo a cogerle el tranquillo al aparato, sacándole partido a los 0,5 CV del motor. Los impulsos que notas, bien podrían ser llamados como «buenas vibraciones».
El hijo de Daimler recorrió 12 km en noviembre de 1885, se supone que con nieve y un frío de mil demonios, circulando por encima de la gravilla y los cantos rodados. Una gesta ante la que me quito mi (nuevo) sombrero.