Llegué a Ciudad del Cabo a finales de enero. Me alojé en el céntrico Blue Mountain, un hostal con habitaciones por 20 euros la noche. La zona estaba infestada por decenas de bares de copas, con música elevada hasta altas horas. No me quedó otra que salir y conocer la noche.
Ciudad del Cabo nada tiene que ver con el resto de África. Es una urbe occidental, levantada sobre la ladera de un impresionante macizo vertical llamado Table Mountain. La montaña con forma de mesa hace de frontera natural entre dos mundos bien diferentes. Calles limpias y relativamente seguras a un lado, con africanos y turistas blancos vestidos con las mejores marcas, y en el otro lado suburbios de calles estrechas y polvorientas. Allí viven miles de africanos, principalmente negros, amontonados en chabolas de «Uralita». Parar la moto ahí unos segundos, puede suponer acabar en ropa interior. Una pequeña muestra de un país de recursos naturales infinitos, pero limitado por un oscuro pasado de confrontaciones raciales.
Unos días después viajé hasta el Cabo de las Agujas, en lo que suponía el final de mi segunda etapa de la vuelta al mundo. El final de la costa oeste africana. Tras recorrer 17 países y unos 25.000 km que realicé en cinco etapas, dejando la moto aparcada unos meses en diferentes sitios. A principios de febrero regresé a Ciudad del Cabo y aparqué la moto de nuevo. Esta vez en casa de Chris, un amigo de un amigo. Unos meses después volvería a por ella para comenzar la siguiente etapa: La costa este africana.
Salida de Ciudad del Cabo
El uno de junio aterrizo en Ciudad del Cabo. Chris viene a recogerme al aeropuerto. Me acompaña una maleta gigante con nuevos accesorios Touratech: maletas, defensas, una nueva pantalla y un asiento de gel. En el garaje de su chalet instalamos todo en dos tardes, entre risas y compadreo, como si fuésemos amigos de toda la vida. Viajando las relaciones van muy deprisa, para bien o para mal.
Una tarde me acerco a Water Front, una parte del puerto convertida en centro comercial y desde donde parten los barcos hasta Robben Island, la isla en la que Mandela cumplió 19 de sus 27 años de condena. Cuatro horas de visita en las que al margen del circo turístico en el que han convertido su celda, merece la pena acercarse hasta un oscuro capítulo de la historia de este país.
Días después salgo de Ciudad del Cabo y por fin comienza el viaje. La carretera que une la ciudad con el Cabo de Buena Esperanza es quizá uno de los mejores trazados de costa que conozco. Una estrecha calzada bien pavimentada que serpentea cortando la ladera y bordeando sucesivas bahías azul turquesa. Aire fresco y limpio golpeándome la cara, cuatro maletas con todo lo necesario para vivir una vida entera, y de nuevo esa sensación de absoluta libertad. Mi única obligación a partir de ahora es viajar y compartirlo con los amigos lectores.
Bartolomé Díaz llegó al Cabo de Buena Esperanza en 1488. Lo bautizó como el Cabo de las Tormentas, sobra explicar por qué. Luego Juan II, rey de Portugal, desde su cómodo trono decidió cambiar el nombre por el actual. La buena esperanza se refería a la posibilidad de haber alcanzado el final del Atlántico y por fin la ansiada vía para llegar a India.
El lugar invita a quedarse unas horas y elucubrar sobre muchas cosas. A mí me da por sonreír pensando en «mis viajes de aventura», mientras observo un océano cabreadísimo y visualizo un cascarón de madera con velas de tela, virando al este para encaminarse a India. Aquellas aventuras eran de otro nivel y esos tipos de otra pasta. A medida que he ido bajando por la costa y he parado en playas, siempre me he intentado imaginar cómo tuvo que ser ese momento en el que unos tipos con taparrabos vieron llegar por primera vez unos monstruos de madera tripulados por unos tíos raros, de piel diferente, barbas espesas y armaduras metálicas. Si la gente local africana se asombra hoy al ver mi traje de cordura, no consigo viajar lo suficiente en el tiempo para poder si quiera imaginar ligeramente ese momento, de encuentro entre dos culturas separadas por meses de navegación y siglos de desarrollo.
Dejo atrás el Cabo de Buena Esperanza y continuo costeando. Un antiguo coche aparcado en la playa me hace detener la moto en seco. ¿De qué me suena? Doy la vuelta, avanzo unos metros y me acerco lentamente. Saludo a su propietario, creo que directamente en castellano. Ya sé de qué me suena el carro. Se trata de la familia Zapp, quizá uno de los mejores ejemplos viajeros que hay en este momento sobre la tierra. Herman y Candelaria salieron de Buenos Aires hace 13 años en este Graham de 1928. Hoy siguen dando la vuelta al mundo, junto a sus cuatro hijos, que han ido naciendo por el camino.
Nos hacemos amigos al segundo. Ambos sabíamos de la existencia de los otros por terceros. Pasamos la noche juntos y nos quedamos con ganas de más. Esperamos que la ruta nos vuelva a juntar.
Dos océanos
La carretera sigue costeando hacia el sur, menudo asombro que debió pasar Bartolomé, al pensar que el continente no tenía fin. Tras 200 km se encuentra el Cabo de las Agujas, verdadero punto sur del continente y unión de los dos océanos, Índico y Atlántico.
El Cabo de las Agujas es un lugar mágico. Las aguas de los dos océanos se fusionan generando extrañas corrientes. El cielo cambia de color a medida que cae el sol y adquiere tonos apocalípticos. El mojón que indica el punto exacto donde no hay más tierra al sur, es un lugar de foto obligada para el turista y en especial para el «overlander» que ha llegado hasta aquí tras miles de km de recorrido. Para mí supone la segunda vez. Unos meses atrás fotografié la llegada. Hoy es la salida, aquí empieza mi verdadero viaje. A partir de ahora solo conduciré al norte o al este.
Llevo 15 años viajando y escribiéndolo. Hace cuatro años que inicié esta vuelta al mundo en moto y por primera vez comencé a publicar lo que escribía. Con la llegada de las nuevas tecnologías esto se ha democratizado, el ciberespacio está a disposición de todos.
En mi caso todo empezó con la única pretensión de compartir mi viaje con amigos y familiares. Sin embargo por el camino se fueron uniendo cada vez más lectores y eso ha hecho que me sienta siempre muy acompañado, incluso en momentos de absoluta soledad. Esta vez he querido llegar más lejos y he puesto en funcionamiento un sistema por el cual recibo peticiones expresas de los lectores para cumplir misiones por el camino. También un sistema de votaciones para que el destino lo elijamos entre todos. Basado en unos libros de los años 80 en los que el lector podía cambiar el destino del protagonista, saltando de una página a otra, lo he bautizado como «Elige tu propia Moto Aventura».
La primera petición es de Miquel Silvestre, escritor y viajero que pasó por aquí hace unos años y escribió su libro «Un millón de piedras». No muy lejos de aquí sufrió un accidente. Un héroe anónimo apareció en el momento más oportuno para salvarle la vida. Esta historia está narrada en su libro. El héroe se llama Rydall. Junto a su mujer Megan, son protagonistas de varios capítulos del libro, documentados con fotos suyas, algo que ellos no saben. Miquel Silvestre me entregó un ejemplar de su libro dedicado para ellos. Esa es mi primera misión. Aunque viven en Port Elizabeth, en este momento se encuentran pasando el fin de semana en un camping, cerca de Plettenberg Bay, a unas seis horas del Cabo de las Agujas. Esa es mi primera parada.
Megan y Rydall son sudafricanos blancos de clase media, gente sencilla y muy hospitalaria. Una gran barbacoa espera mi llegada. Mientras se asa la carne, a la luz del fuego, les entrego su libro. Sus rostros de sorpresa y orgullo mientras ven cada una de las fotos en las que aparecen en el libro, bien han merecido venir hasta aquí. Después de un par de días con ellos me mudo a Plettenberg Bay. En unos días me los reencontraré en Port Elizabeth.
Bavianns Road
Compartir un viaje supone tener que parar para trabajar. Para mí eso solo suponen ventajas. Viajo unos días, grabo todo lo que va pasando, tomo algunas notas y cuando encuentro un buen lugar paro unos días en los que además de descansar de moto, mastico bien todo lo que he visto y sentido. En Plettenberg encuentro un lugar perfecto, asumible con mi presupuesto pero ideal para escribir y editar. Se trata del «Stone Cottage», un hotel con encanto, wifi y vistas al mar. Los tiempos muertos los dedico a pasear por Plettenberg Bay, un pequeño pueblo que en verano recibe a los turistas más exigentes del país. Afortunadamente estamos en temporada baja y los precios se desploman.
El antiguo edificio de correos es ahora el «Hola Café», un restaurante propiedad de Milagros, encantadora argentina con la que entablo amistad. Allí pasó varias tardes hablando en mi lengua y comiendo a mi gusto. En una de esas tardes conozco a un tipo. Me pregunta por mi ruta para los próximos días. Mi destino es Port Elizabeth, donde me esperan de nuevo Megan y Rydall. Mi idea es viajar por la aburrida carretera nacional. El tipo me quita la idea de la cabeza y me recomienda una ruta alternativa y espectacular.
La Baviaansklouf es una pista que atraviesa un parque nacional y va paralela a un río que tendré que cruzar hasta en 40 ocasiones. Pocas cosas me hacen más feliz en la vida que viajar por pistas. El día se convierte en un homenaje motero. La ruta es divertidísima, cruzando el río una y otra vez, sorteando animales salvajes y cortando montañas por pistas que desafían acantilados. Rydall viene a mi encuentro con su GS 1150 y recorremos juntos los últimos km del Parque Nacional, ya atardeciendo.
En la puerta del Parque paramos unos minutos. Ya es noche cerrada. Nos quedan 150 km hasta su casa en Port Elizabeth. Allí nos espera una nueva barbacoa. Rydall sale primero. Arranco para seguir su estela pero algo no va bien. Nos espera una noche muy larga.
Sigue las aventuras de Charly Sinewan en su web y en su canal de Youtube.