“Road Racer; it’s in my blood” es el nuevo libro de Michael Dunlop, el piloto que ostenta de momento la vuelta más rápida jamás dada el trazado de la Isla de Man y miembro de una de las familias de pilotos más famosa de la historia con su padre (Robert), su tío (Joey) y su hermano (William) fuertemente involucrados en las road races. En esta historia que sale a la venta este mes abril, se encuentran relatos tan personales y duros como el publicado por Belfast Telegraph, y que pasamos a traducir a continuación.
Para la North West 200 de mediados de mayo estaba bastante convencido de que podría dar una o dos alegrías. Aquella semana la empezamos como competidores. Mi padre, mi hermano y yo. Los tres estábamos en la misma carrera, la 250. Y mucha gente había apostado por mi padre para la victoria. Llegaron los libres del jueves y por la razón que fuera nos habíamos retrasado un poco, salimos a eso de las 8, tarde para tratarse de nosotros. No sabía si podríamos hacer la sesión entera y, como luego vimos, no pudimos.
Salimos en grupos en base a habilidades. William, mi padre y Darren Burns –si no me falla la memoria– fueron los primeros. William rompió en la curva de la Universidad, por lo que se quedaban ellos dos. Yo estaba uno o dos grupos más atrás. Lo estaba haciendo bien en la primera vuelta cuando llegaba a la rotonda de Ballysally.
Ando concentrado en hacerme con el grip de la moto y el asfalto, a lo mío, cuando de repente veo que los comisarios ondean banderas rojas. Eso no es bueno. Sabes que algo ha pasado. A veces con las banderas rojas se te dice que te pares donde estás. Otras veces puedes continuar hasta que llegas de nuevo a los pits y paras allí. En este caso nos hacían señales pero poco a poco.
Pasaba por Islandtasserty sin ver señal de las banderas, luego por Maddeybenney. Sólo cuando llegué a Mather’s Cross hubo alguna señal de lo ocurrido. Puedo ver, a lo lejos, que hay una moto en la carretera – bueno, trocitos de ella en verdad–. Pienso: mierda, aquí ha pasado algo.
Conforme me acerco veo a un hombre tumbado al lado de lo que queda de su moto. Amino aun más la marcha, obviamente, y me acerco más y más cerca a la escena.
Ahí es cuando me doy cuenta, cuando ya lo veo claro. El hombre tumbado al lado de una moto destrozada es mi padre. Y no se mueve.
Joder, joder… vas hasta arriba de adrenalina y eso es lo único para lo que da tu cerebro. Doy el alto, dejo la moto en una bala de paja y corro hacia mi padre. Estaba solo. No había nadie con el todavía. Pero por lo menos estaba vivo.
Lo recuerdo algo borroso. Intento desabrochar su casco. Me doy cuenta de que le cuesta respirar. Hace señales de que se ha hecho daño. Le cojo la mano y le digo: “Estoy aquí, te vas a poner bien”. ¿Pero qué pelotas sabía yo en realidad? No soy un doctor, odio los hospitales.
Miro hacia el final de la carretera y veo dos motos a tope dirigiéndose hasta nosotros. Era el doctor John Hinds (quien falleció en un accidente en julio de 2015) y su compañero Fred MacSorley.
No puedes imaginar mejor atención médica que la de esta gente. Me quedé donde estaba hasta que los doctores llegaron, se ocuparon de la situación y les dejé unos metros para darles el espacio que necesitaban. Era el 15 de mayo de 2008. Estaba viendo a mi padre morirse, pero simplemente no lo sabía.
Todos pensamos que nuestro padre es invencible. Yo sabía que el mío lo era. Ya se había puesto a prueba en suficientes ocasiones. El tipo era un Robocop, sin duda. A pesar de lo mal que pintaba en el suelo –con sangre por todas partes– sabía que saldría de aquello. Siempre lo hizo. Ese hombre era como un boomerang, siempre volvía. Y lo haría de nuevo, eso es lo que me repetía a mi mismo. Veía perfectamente la gravedad de la situación pero no te imaginas cómo puedes engañar a tu cerebro para pensar que todo está bien hasta que se te diga lo contrario. Y eso es lo que hice.
Estaba viendo a mi padre morirse, pero simplemente no lo sabía.
Me pareció una eternidad hasta que dos ambulancias llegaron para llevarse a mi padre y al otro piloto involucrado. Los doctores se subieron tras ellos. No fui invitado a subir, ni tampoco pedí serlo. No quería distracciones, quería toda su concentración en ayudar a mi padre a pelear en su particular batalla.
Me he caído muchas veces de la moto y en ocasiones con graves consecuencias. Pero ninguna de mis lesiones me hizo tanto daño como el hecho de estar allí de pie, viendo a mi padre en un dolor tan obvio. Olvidé donde estaba, paralizado por completo. Aquí es cuando el cuerpo humano demuestra ser una maravilla, por fuera estoy perfecto y aguantando pero por dentro estoy en schock, asustado, agotado y vacío, sin emociones o energía alguna. Desconecté.
Lo siguiente que recuerdo con certeza es llegar al Hospital de Coleraine, a unos 10 minutos del circuito. Me bajé de un coche todavía con el mono puesto. William entraba por la puerta justo cuando yo llegaba. Le seguí a él y a una enfermera que nos dijo que se habían llevado nuestro padre directo a cirugía. También nos dijo que se habían puesto en contacto con mi madre. “Mejor que llames a mi abuela también”, le dije. Respuesta automática, aquello. “Sí, lo hemos hecho. No te preocupes”.
Nos dirigió a una pequeña sala de espera pero le eché un vistazo a aquella diminuta habitación y pensé: “Estas cuatro paredes no van a ayudar”. Necesitaba estar fuera. William llegó antes que yo. Un par de compañeros estaban con él, yo estaba solo. Nos quedamos allí un rato.
No nos dijimos nada. ¿Qué puedes decir? No teníamos palabras. Tenía esa mirada vacía en sus ojos, como yo. Te preguntas, ahora, porqué no os abrazasteis o dijisteis algo, pero no estábamos funcionando en condiciones. En ese momento no había nadie al volante.
Cuando te ves en esa situación, el tiempo no tiene significado. Pude estar allí segundos, minutos o incluso horas hasta que el doctor abrió la puerta y salió. Tan pronto como le vi, supe lo que iba a decir. Te das cuenta por la expresión. Ves que mueve la boca pero no estás escuchando lo que dice, y tampoco importa. No necesita decir ni una palabra porque ya lo has entendido viendo la expresión de su cara.
Ves que el doctor mueve la boca pero no estás escuchando lo que dice, y tampoco importa.
Volvió adentro y me quedé allí parado, como una estatua. ¿Qué otra cosa podía hacer? Mi padre, mi mejor amigo, mi héroe… se había ido.
Al día siguiente, el viernes, allí estaba mi padre en el ataúd, en la habitación de arriba. Gente vino a dar el pésame. Ahí es cuando mi madre demostró ser la más fuerte de todos nosotros, porque William se encerró en la cochera todo el tiempo y yo desaparecí en los campos que rodean nuestra casa, era lo que mejor encajaba con mi estado de ánimo.
Hubiera intentado ser un hombre y ayudar a mi madre, pero vi demasiadas caras entrar por aquella puerta que sabía a ciencia cierta que odiaban a mi padre y nosotros. Gilipollas, muchos de ellos. No se cortaban ni un pelo para esconder que nos odiaban, ¿y ahora venían a nuestra casa a fingir que lo siente? Esa gente falsa me saca de mis casillas y no podía estar en el mismo edificio que ellos.
Por la puerta pasó gente que odiaba a mi padre. Gilipollas, todos ellos.
Ni entonces, ni en ninguno de esos días. Se me atraviesa. Se supone que tienes que dejar que entre cualquiera, pero no lo tragaba. Y no me mal entiendas, el 99% de la gente que vino era gente que de verdad quiso a mi padre.
Quizás debí quedarme. Pero pienso, bueno, sé que hubiera dicho un par de cosas a alguno de ellos, y eso hubiera enfadado a mi madre.
Sábado de carreras
Llegado el sábado ya me había decidido. Pero no era el único. Recuerdo llegar al circuito y tener a los organizadores diciendo que no querían que corriéramos. Habían tenido una reunión y decidido que no estábamos en condiciones mentales de ponernos al control de un vehículo. El director de carrera vino a hablar con nosotros para convencernos, como si fuéramos niños pequeños.
Lo sentí subiendo. “¿Estás de coña? Mi padre ha muerto en este circuito. Tiene el récord de victorias en este zulo de mierda. Preguntaste a mi madre si quería que se cancelase por respeto, y te dio permiso para seguir adelante. Voy a correr y punto”. O cosas del estilo. No creo que fuera mi mayor fan antes de aquello, y ciertamente no después. Pero no cambió de opinión, no correríamos mientras él estuviera al cargo. Te juro que le quise dar fuerte… y estaba en condiciones de hacerlo, pero no sabía que la cosa no estaba en sus manos.
Así que mientras estoy discutiendo, Norman y Armand (los dueños de la moto de Michael) aparecen empujando a todo el mundo, haciéndose sitio para meter la Honda en la parrilla. Por supuesto, todo el mundo aparece para darte el pésame, para hacerte saber que están contigo. Y esto pone a los directores en un posición complicada. Ya nos habían echado pero sabían que si sacaban las motos por las malas, habría un motín.
Sabían que a las malas, habría un motín si no me dejaban correr.
Al final suena la sirena, me subo a la moto y me pongo el casco. El silencio era ensordecedor, precioso. Toda la mierda en torno a mi desaparece. Es como si alguien, de repente, me hubiera quitado todo el peso de los hombros. Como si me hubieran dado un calmante. Todo desapareció. Se acabó todo el drama. Ahora sólo quería seguir y acabar con el warm-up.
Y allá vamos. De repente me doy cuenta de que estoy en una moto. Es la primera vez en 48 horas que soy consciente de donde estoy. Las palabras de mi padre hablándome sobre subirme de nuevo a la moto nunca sonaron más reales. Tenía que correr, me di cuenta solo entonces. Es lo único de lo que estoy en control. No pude controlar la vida de mi padre, o su muerte. No pude controlar la prensa o quien pasar por mi casa. Pero podía meter la moto donde quería y hacerla cantar.
Cuando vuelvo a la parrilla, Ronnie se acerca. “Michael”, dice, “William está fuera, ha vuelto a romper”. Mierda, está destrozado. Lo sé sin hablar si quiera con el porque sé como me sentiría en su posición. Estamos allí para rendir homenaje a nuestro padre. ¿Qué puedes hacer si no puedes correr? Tenemos que hacerlo junto. Me sentí como si me hubieran pillado con el pie cambiado, pero era demasiado tarde para arreglar nada.
William se va, y empezamos. Tengo 19 años, estoy deseando empezar y por lo que sea soy segundo en la salida. gas a fondo, la rueda trasera desliza. Durante los primeros metros dejo la pierna derecha tocando el suelo, por si acaso. La incertidumbre se acaba en un segundo. Primera, segunda, tercera, cuarta… mientras voy por Millbank Avenue. Me meto bajo la cúpula para la curva a derecha, luego a la izquierda para Primrose Hill. O eso es lo que parece.
En verdad, casi no recuerdo nada. Puedes encontrar la carrera online o en DVD. Esa es la única manera de saber qué pasó. No recuerdo nada hasta la última vuelta. Nada. Cero. Nothing. Nunca corrí así. Como en piloto automático. Creo que ni me di cuenta que pasaba por Mather’s Cross. Y si lo hice, no lo recuerdo. Tenía a mi padre en mente, en mi corazón. Así es como le recordaba. No tumbado en la carretera. Lo que sí se ahora es que gané. Lo hice por el. Todo lo que hice en mi vida lo hice por él.
Lo único que recuerdo de la carrera es que gané. Por él, como todo lo que hice en la vida.
Me he visto en la BBC, bajarme de la moto y quedarme como un zombie. Mente en blanco. Sólo con dolor, creo. Eso es lo que me dicen las lágrimas. Me bajo de la moto y me desmorono, escondido detrás de la moto como rezando. No tengo fuerzas en las piernas para mantenerme de pie. Mi corazón no tiene fuerza para escuchar todo lo que la buena gente me decía y que yo ya sabía: mi padre hubiera estado muy orgulloso. En algún momento se cae la pantalla y se abren las compuertas. Nadie puede verlo pero sabes que está ahí.
Fuente | Belfast Telegraph