Concluimos el capítulo anterior en la salida de la reserva natural de Baviaanskloof, en Sudáfrica. Mi amigo Rydall vino a buscarme con su GS 1150 y juntos recorrimos los últimos kilómetros de la pista. En la garita del parque descansamos unos minutos antes de reanudar la marcha para recorrer los últimos 150 km del día. En Port Elizabeth nos esperaba Megan, su mujer. Era noche cerrada. Rydall arrancó su moto y salió zumbando. Intenté seguirle, pero algo no iba bien.
Vivir cargando un arma
Viajar es siempre un enriquecimiento. Compartir con gente diferente te permite vivir otras vidas. Eso hace que te cuestiones lo que no tienes y valorar lo que sí que tienes. Vivimos tiempos difíciles en España pero hay muchas cosas que quizá no valoramos en su justa medida. Una de ellas es poder pasear tranquilamente por la noche.
He pinchado y Rydall se ha esfumado. Intento avanzar unos metros pero el neumático delantero está en el suelo. La garita ha quedado muy atrás y la noche es completamente cerrada. Estoy en el sitio inadecuado, soy carne de cañón en un país con un índice de criminalidad muy alto. Saco el compresor. Hincho la rueda y vuelvo a intentarlo. Unos metros después vuelve a estar en el suelo. Por fin llega Rydall. No tiene espray pero sí lleva botellas de aire comprimido. Decidimos utilizarlas e intentar llegar hasta la próxima gasolinera, a unos 40 kilómetros. La última botella la gastamos 15 kilómetros después. No queda otra que cambiar la cámara. Nos detenemos junto a la entrada de un chalet enorme, con cámaras de seguridad y una tenue luz que nos permite ponernos manos a la obra. Los coches pasan muy deprisa y es difícil que nos vean. Con la rueda desmontada y ambos en el suelo, llega un grupo de niños. Son siete, apenas vemos sus rostros pero sí sus siluetas. Ríen, comentan y nos observan a cierta distancia. Rydall está incómodo. Saca un cuchillo de su bolsillo y me lo da.
-Toma, por si las moscas-.
-¿Tú crees?, parecen niños-.
-Son siete, dos de ellos no tan niños y cada vez están más cerca-.
Seguimos arreglando el pinchazo pero el ambiente es tenso. Rydall no aguanta más y lanza una ofensiva intimidatoria. Avanza unos metros y sin acercarse en exceso saca su arma y apunta al suelo. La tenue iluminación hace un efecto cinematográfico y la figura de Rydall parece su propia sombra, que camina apuntando al suelo con un arma. El efecto es inmediato, los chicos se esfuman y ya no vuelven a aparecer. «Es viernes Charly, estos chavales fuman mierdas que los vuelven locos. Cuando te quieres dar cuenta tienes un cuchillo en el cuello. Te recomiendo que vayas armado mientras estés en Sudáfrica», me aconseja. Cuesta entender esta forma de vida en la que sales en moto y has de hacerlo con un arma. A pesar del consejo de Rydall creo que yo no debo ir armado. Hacerlo significa estar dispuesto a combatir, algo que no sé hacer y que por tanto puede llevarme a consecuencias catastróficas. Si sacas un cuchillo has de saber qué hacer con él porque rápido tendrás al enemigo intentando rebanarte el pescuezo. Mi mejor defensa es concienciarme de no poner resistencia. Algo que no es fácil porque no sabemos quiénes somos hasta estar en situaciones límite. Si me asaltan puede que me defienda y probablemente sería un error.
La hospitalidad sudafricana
Por un cúmulo de circunstancias, llevo una cámara de repuesto más pequeña de lo normal. Con los desmontables de viaje nos es imposible cambiarla sin volver a pincharla. Por un momento Rydall piensa en ir a casa, coger su furgoneta y venir a buscarme. Duda un instante y decide quedarse. No quiere dejarme solo y llama a Megan.
-Cariño, despierta a los niños, mételos en la furgoneta y vente a buscarnos, no podemos arreglar el pinchazo-.
Dos horas después aparece Megan. Ha sacado de la cama a dos renacuajos y ha conducido dos horas de noche con un revolver entre las piernas. Sin embargo llega sonriente y emocionada por cumplir con su misión. Entre tanto Rydall y yo no hemos parado de charlar de la vida, de nuestras miserias y nuestras alegrías. Rydall es transportista. Viaja a Ciudad del Cabo cada lunes en su furgoneta. Carga, descarga, vuelve a cargar y sin dormir vuelve a Port Elizabeth. Megan trabaja en una bodega de vinos. Llegan muy justos a final de mes. Cuando le he pedido disculpas por mi estúpida cabeza y no llevar el repuesto adecuado no ha dudado en su respuesta:
«Tranquilo Charly, me lo estoy pasando muy bien, al menos esto es diferente al día a día». A las dos de la mañana llegamos a su casa en Port Elizabeth, encendemos el fuego y hacemos una barbacoa. Ningún mal gesto, todo lo contrario, felices de tenerme con ellos. Los siguientes días los paso en la granja del padre de Megan, donde viven. Tan solo una vez consigo imponerme y pagar en el supermercado.
La casa de Nelson Mandela
Sudáfrica parece tocada por una varita mágica. Son muchos y muy diversos sus paisajes, la mayoría espectaculares. Un país rico en recursos pero con una historia oscura que ha marcado la mala convivencia de sus varios pueblos. Para el viajero en moto, Sudáfrica es un paraíso, un parque de atracciones donde cuesta avanzar sin desviarse continuamente de la ruta principal. Me dirijo a Lesoto. En mi camino me encuentro con la Wild Coast, la costa salvaje. Este trozo de terreno pegado al Índico forma parte del Transkei, la Sudáfrica menos desarrollada. Durante los años del apartheid fue un país independiente, regido por normas tribales. Aquí viven los Xhosa, segunda mayor etnia de Sudáfrica. El más famoso de ellos es Nelson Mandela. Antes de adentrarme en la Wild Coast visité su casa. En ese momento el ex mandatario estaba muy enfermo (este viaje lo realicé antes del fallecimiento de Mandela). El país vive conmocionado por lo que parece será un desenlace inmediato. En lo alto de una colina detengo mi moto junto a varios coches. Son periodistas que llevan semanas de guardia. Este es el único punto desde el que poder fotografiar su casa. Es una construcción moderna, aparentemente normal desde fuera. Sin embargo tiene una tétrica curiosidad. La vivienda es una réplica de la casa-prisión de Victor Verster (Ciudad del Cabo) en la que vivió durante dos años hasta su liberación en 1990.
Me adentro en la Wild Coast. Pienso atravesarla en dos o tres días y dirigirme rápido a Lesoto. Se acerca el invierno y puedo encontrarme nieve. Sin embargo, en un viaje de estas características no sirve de mucho planear. El viaje me tiene algo preparado.
La Wild Coast
Se trata de un área protegida en la que no se han construido grandes infraestructuras. Un enjambre de pistas se comunican entre sí y avanzan entre suaves colinas onduladas junto a un sinfín de valles y ríos. Apenas hay asfalto, algunas pistas llevan a la costa, donde suele haber algún hotel o camping aislado. Pero no hay carretera costera. Mi plan consiste en entrar y salir e ir avanzando por las pistas más pequeñas, asegurándome que los ríos se puedan cruzar, porque no siempre hay puentes. Vuelvo a sentir que estoy en África, atravesando aldeas de cabañas con techo de paja y africanos amables que me saludan al pasar. Subo montañas, cruzo ríos, me acerco al mar y vuelvo al interior. Siempre por pistas solitarias. En una de ellas el destino me tiene algo preparado. He conducido en seco todo el día. En las inmediaciones de un río hay un trozo de pista embarrada. En décimas de segundo la rueda delantera patina y me empotro contra el lateral. El pie se engancha con alguna parte de la moto y siento como cruje. El dolor es inmediato. No sé qué tengo pero creo que puede ser grave. He de salir de aquí.
Consigo llegar hasta un hotel en la costa. El espectáculo es lamentable, tardo horrores en caminar hasta el restaurante, pedir un cubilete con hielos, volver a la moto y sacarme la bota. El dolor es intenso pero no parece que haya nada roto. Rápido se forma un revuelo de turistas que vienen en mi ayuda. Una de ellas es fisioterapeuta. Tumbado en el césped del parking me hace una rápida evaluación y sentencia su veredicto: «De esta no te mueres, no hay nada roto. Tendinitis en el gemelo y un golpe muy fuerte en el empeine. No creo que sea más».
La hospitalidad sudafricana es escandalosa. Estoy en un hotel de cierto lujo que no me puedo permitir. En la situación en la que me encuentro, que apenas puedo caminar, no me queda otra que quedarme, al menos una noche. Los dueños del hotel me instalan en una habitación con cama de dos por dos, aire acondicionado y baño que parece un spa. Me sugieren que me quede los días que necesite hasta estar recuperado. Tan sólo me cobrarán 15 euros con pensión completa. Tres días después sigo camino. No estoy recuperado ni lo estaré en mucho tiempo, pero al menos puedo caminar y cambiar marchas. Tras una jornada muy dura por pistas llego a mi siguiente destino, Cofee Bay, otro pequeño paraíso a orillas del Índico. Me instalo en el Ocean View el único hotel con wifi. Al salir de la ducha siento que he empeorado. En frío vuelven las molestias y de nuevo cojeo. Durante la cena conozco a un tipo. Es alemán y tour operador. Ha venido con un grupo de buceadores. En esta época las sardinas migran y se forman inmensos bancos donde aves y delfines vienen a comer. Observar eso desde abajo es un espectáculo único. Cada mañana los buceadores salen en una lancha de gran potencia. Mientras tanto un ultraligero sobrevuela la zona para localizar los bancos de sardinas e informar por radio a la barca.
El alemán ve que estoy editando el vídeo del golpe. Se interesa por lo que hago y rápido me hace una oferta: «Si escribes un post y nos haces un vídeo de lo que hacemos, te invitamos a que nos acompañes en la barca y que vueles en ultraligero». Trato hecho. Una semana de vacaciones medio pagadas y un descanso para mi pie. Mi última parada antes de abandonar la Wild Coast es Port Saint Johns, otro paraíso que durante los años 80 reunió a hippies de todo el mundo. Paso un par de días muy divertidos en los que conozco todo tipo de personajes, algunos de ellos demacrados por el paso de los años y la adicción a las drogas. Por primera vez en África, veo blancos peor vestidos que negros. Próximo destino Lesoto, aunque me temo que el viaje me tiene algo preparado antes de llegar.
Sigue las aventuras de Charly Sinewan en su web y en su canal de Youtube.
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