El nombre de Unai Orradre empezó a sonar hace ya seis temporadas, cuando en su primer año en el nacional de Supersport 300 debutó con podio y terminó el año ganando la Copa R3 ante Beatriz Neila. Un año después, en 2019, compaginó la conquista del nacional (y de nuevo de la R3) con sus primeros pinitos en el mundial de la categoría.
Arrancó 2020 sorprendiendo al ganar la carrera inaugural del Mundial de Supersport 300 en Jerez, y lo refrendó subiendo al podio en las dos siguientes rondas. Sin embargo, algo se torció y su parte final de temporada fue para olvidar. Un año después volvió a comenzar de forma prometedora, con podio en Aragón, pero a mitad de curso saltó a Supersport.
Allí empezó metiéndose en los puntos y acabó el año rozando el top 10, pero en 2022 no pudo seguir esa progresión y ya no volvería al paddock del WorldSBK, al menos hasta ahora. Corría el riesgo de ser uno de tantos nombres que asomaron la cabeza en los primeros años de 300 para luego desaparecer del mapa por completo. Pero no fue así.
Y no fue así porque él mismo se había encargado de ir tejiendo un plan alternativo dentro del ESBK: ya en 2021 se inscribió en Open 600 y se llevó la copa con una autoridad casi insultante; pero para 2023 decidió hacer una doble apuesta en territorio desconocido: subirse a una 1.000 en el nacional español y en una Moto2 del Europeo.
Lo hizo, eso sí, bajo un paraguas de garantías como el del Laglisse. En el ESBK terminó quinto en la general absoluta mientras se llevaba el título entre las Superstock 1000; logrando al mismo tiempo su primera victoria en Moto2, donde terminó sexto. Cualquier podría pensar que se decidiría por uno de ellos de cara a este 2024, pero no.
Había comprobado que repartir los huevos en dos cestas podía ser la diferencia entre seguir en la pomada o quedarse en casa, así que insistió en ambas. Además, las cosas en Moto2 no empezaron según lo esperado y, para cuando empezó a entonarse y pisar el podio, el título quedaba muy lejos. Eso sí, acabó el año en lo alto del cajón.
Para entonces, ya había dado la campanada en el ESBK. Ante rivales de bastante más edad (y entidad), demostró haber alcanzado una madurez impresionante en poquísimo tiempo. Del chaval que mezclaba podios y desastre solo quedaron los primeros, hasta el punto de acumular once consecutivos. Cuando se bajo del mismo, en la antepenúltima carrera del año, ya estaba acariciando el título.
Lo sentenció de forma magistral en Jerez, con 20 años que parecen 40 y sin sentir (aparentemente) la presión añadida de ser la punta de lanza del hasta ahora desconocido motociclismo riojano. Igual por eso, el piloto de Alfaro ha ido mejorando como el buen vino y, tras dos años de maduración en la selecta barrica del Laglisse, es hora de poner rumbo a las mejores copas.