“Cerrando los ojos, se apaga el universo.
Pequeño telón para escenario tan inmenso”
El pasado 6 de junio, hace hoy exactamente una semana, los ojos de Raül Torras se cerraron para siempre, apagando de forma abrupta y cruel el universo de emociones que apenas unas horas antes habían alcanzado su cénit cuando se convertía en el primer piloto español en dar una vuelta al Mountain Course de la Isla de Man a más de 125 millas por hora de media.
Un pequeño telón para el escenario más inmenso de la historia del motociclismo mundial: el mítico Tourist Trophy. La carrera que existió décadas antes de la creación del Campeonato del Mundo, que dio sentido al mismo en sus albores y que siguió existiendo cuando la búsqueda de la seguridad pobló los grandes premios de trazados permanentes.
“Lo hemos conseguido”, gritaba Raül tras alcanzar la mítica barrera de las 125 mph. Dicen quienes le acompañaban que jamás le habían visto tan feliz.
No pudo celebrarlo porque justo después le tocaba salir a otra carrera, de la que nunca volvió.
No voy a maldecir la isla, aunque ganas no me falten, porque sería maldecir su memoria.
Cuando tomé la decisión de ser periodista de motociclismo, me prohibí entablar amistad con ningún piloto para no ver afectada mi objetividad. Hoy, con la mano en el corazón, todavía encogido una semana después, tengo que admitir mi fracaso: con Raül me resultó imposible.
Te ganaba porque no tenía absolutamente nada que ver con el resto de los pilotos que he podido, en mayor o menor medida, conocer.
Como una sinécdoque de lo que es el TT respecto al motociclismo mundial, Raül era una isla en el mundo de los pilotos españoles.
No porque hiciera algo que hoy en día ninguno de los pilotos del paddock mundialista se atrevería a hacer, sino porque no le daba ninguna importancia. No se daba ninguna importancia. Era la humildad personificada. No es que minimizara sus logros, es que no sentía la necesidad de compararse con nadie.
Solamente quería batirse a sí mismo, ser más rápido.
Como un niño que acaba de bajarse de una montaña rusa gigante y, todavía despeinado, casi temblando y con el corazón a mil por hora, lo primero que hace al volver a tocar tierra es salir corriendo y ponerse a la cola para volver a subir otra vez.
Raül siempre quería dar una vuelta más.
Si una moto fallaba en entrenos y se quedaba sin dar la última vuelta del día, se ponía de morros. Solo un rato, porque en seguida le devoraba su propia y contagiosa positividad.
Por eso peregrinaba religiosamente cada año a la isla.
Pasar dos años sin poder ir por la pandemia fue su peor pesadilla. Poder volver, el mejor regalo que le pudo hacer la vida.
Se pasaba el año esperando llegar a la isla. Todos sus movimientos iban enfocados en el único objetivo de alinearse en la salida y esperar ese toquecito en el hombro para poder estrujar el puño del gas y volar libre durante 60 kilómetros.
Porque allí era feliz y libre. Él era la isla y la isla era él.
No es, como mucha gente cree, la lucha del hombre contra la isla. Para los road racers, esos conceptos no se separan por una preposición, se conectan por una conjunción copulativa: el hombre y la isla. En simbiosis, en armonía.
La noche en que me enteré de su muerte, me pasé horas en la cama dando vueltas, escuchando su voz en mi cabeza, reproduciendo mentalmente los audios que me mandó el año pasado al acabar el TT.
No te hacía un resumen de la carrera, te subía en la moto a través de sus palabras. Revivía cada instante con su propia narración y podías sentir la felicidad más pura emanando de sus cuerdas vocales.
Era un seductor: te estaba contando cómo, en el Senior TT de 2022, el viento en la montaña era tan potente que sentía que le iba a tirar de la moto… y escuchándole pensabas: “¡Qué guay!”.
En esos momentos, el evidente peligro de todo lo que contaba desaparecía, porque la felicidad y la libertad que transmitía al hablar eran tan grandes que no dejaban sitio para nada más.
Entendías que lo que vivía en aquel trozo de tierra situado en el mar de Irlanda no era un viaje en el tiempo en el que el motociclismo de antaño se guardase conservado en formol. Que no acudía por la épica de la gesta ni por el romanticismo de la carrera.
Iba porque allí es donde experimentaba la más pura libertad.
Si algo me quedó claro en lo que pude llegar a conocerle, es que Raül existía durante 350 días al año para poder vivir 15.
Que era un niño grande, muy grande, que se pasaba todo el año aburrido en el colegio esperando a que llegasen los campamentos de verano para dormir en tiendas de campaña junto a sus amigos y, simplemente, sentirse libre con su moto por las carreteras de la mítica Ellan Vannin.
Lo llevaba incluso codificado en sus iniciales: RTM. Raül Torras Martínez. Road To Man.
Todos sus caminos llevaban a la isla.
Si ‘Isle of Man’ es ‘isla de hombre’, Raül era un ‘Man of isle’: un hombre de isla.
Desde esa certeza, y con la infinita tristeza de su muerte todavía pegada a la piel de quienes tuvimos la suerte de conocerle, solo podemos recordarle feliz y dar gracias por haber podido ser partícipes de esa ilusión que transmitía de forma tan contagiosa.
Y, por supuesto, extender el agradecimiento a todas aquellas personas que pusieron algún granito de arena en conseguir que hiciese realidad una y otra vez algo que la mayoría de seres humanos ni tan siquiera nos atrevemos a soñar.
Dice la canción que “moriremos dos veces: una, cuando muramos; dos, cuando muera nuestra reputación, si es que muere”.
Raül no morirá una segunda vez. Su reputación y legado ya son inmortales.
Hasta siempre, amigo.
#EternoRaül
Las letras de las canciones son de Xhelazz. La primera pertenece a la canción 'La soledad comienza', y la segunda a 'La fama'.