En ocasiones, muchas, el corazón le gana la partida a la razón, y esto a la hora de elegir moto puede ser determinante. Las motos más potentes y exclusivas -normalmente también las más caras- sean del segmento que sean, son auténticos objetos de deseo. Por razones obvias suelen ser motos muy especializadas y con un fin concreto: viajes, circuito, salidas de fin de semana... Lo que equivale a decir que en ellas polivalencia y practicidad brillan por su ausencia. Quien se lo pueda permitir y tenga además otro vehículo lógico para utilizar en el día a día, fenomenal, si no, tendrá un pequeño problema. Como bien sabes, en los últimos meses hemos hecho una serie de atípicas pruebas en las que intentamos sacar ciertas motos y scooter de su contexto o hábitat natural. Bien para comprobar su polivalencia, bien para simplemente confirmar lo que ya se intuye. Un intento desproporcionado de rizar el rizo nos ha hecho adentrarnos en un terreno hasta ahora inexplorado: trabajar en una empresa de mensajería con tres motos con las que un currela del gremio solo podría tener pesadillas. He de incidir en que no se trata de un paripé inventado para hacer la gracia, qué va. Ya me hubiera gustado que fuese así. Nos pusimos en contacto con una empresa de mensajería -Ten-, que gustosamente accedió a ayudarnos. ¡A ver!, no siempre te salen voluntarios para trabajar de forma altruista durante tres días, y menos con la que está cayendo.
Así que, tras una breve explicación en sus oficinas de los detalles de mi nuevo trabajo, me puse manos a la obra con el reparto más friki de la historia de la mensajería sobre dos ruedas. Tres largos días de «mensaka», cada uno con una moto diferente y además en unas condiciones meteorológicas muy adversas. ¡Nunca nieva en Madrid capital hasta que tu jefe decide que debes estar todo el día callejeando! Ni siquiera pudimos hacer fotos durante esa jornada por este contratiempo meteorológico. ¡Pero currar, curré! Pude comprobar que éste es un trabajo duro y no exento de peligros, pero también que en la mayoría de los casos está bien remunerado ya que se cobra un sueldo base más un plus por cada paquete entregado. Además hay ciertos suplementos en función de si hace mal tiempo, de si la entrega es urgente o de si tienes que salir fuera de la ciudad. Normalmente se trabaja con motos en propiedad y dependiendo del tipo de moto o cilindrada tu radio de acción para el reparto será mayor o menor. De hecho, en la empresa de mensajería Ten, hay un tipo que reparte con una Honda Goldwing, eso sí, siempre para envíos interprovinciales. Esto último la verdad es que algo me tranquilizó porque las motos que mi querido director ha elegido para esta prueba no son precisamente urbanas, sino más bien todo lo contrario. Y para introducir como se merece lo que a continuación vas a leer, citaré unas palabras del gran Antonio Cobas: «Hay más mensajeros de los que imaginamos que hubieran llegado a campeones del mundo de velocidad si hubieran tenido la oportunidad». Yo, sin ir más lejos.
Mi estreno en el apasionante mundo de la mensajería tuvo lugar un frío miércoles, el primer día de lo que llevamos de invierno en que amanecieron los coches nevados incluso en el centro de Madrid. Mi compañera de reparto, una potente y espectacular V-Max, 315 kilos de muscle bike dispuesta a ponerme las cosas difíciles en mi «desvirgue mensajeril». Mi primer servicio es por el centro de Madrid, sencillo, recoger un paquete en una peletería y llevarlo a un bufete de abogados. Mmmmm, un trabajito sospechoso… Puede, pero yo en eso no me entrometo, soy un profesional. Todo hubiera ido razonablemente bien si no fuera por una incesante nevada que se empeñaba en empezar a cuajar. Exprimir los casi 180 caballos de la V-Max en carretera es una gozada, pero contenerlos en ciudad y que no se desboquen no lo es tanto y a cada momento se me antojan demasiados. Soy especialmente cauteloso con el puño de gas en los semi congelados pasos de cebra. No puedo sino contener la respiración al pasar por encima de las rejillas que inundan el pavimento de las calles del centro. El peso de esta muscle se hace notar en cada cambio de dirección, algo especialmente tedioso cuando el tráfico se complica y hay que sortear coches a velocidades muy bajas. La enorme distancia entre ejes hace que moto literalmente se caiga hacia el lado que gira el manillar, lo que hace trabajar y mucho a los brazos. Gimnasio gratis, si no fuera por lo que gasta.
El sistema de reparto de la empresa de mensajería está bien pensado, se intenta que el siguiente encargo te pille cerca de la zona en la que has finalizado el anterior. Sigo en el centro, zona noble, el barrio de Salamanca ofrece un curioso contraste entre aristocráticas señoras que van de compras a tiendas caras y el bullicio de coches, motos y sobre todo vehículos de reparto como el mío. En un semáforo me viene a la cabeza el personaje del comic Joe Bar Team que «surca» la ciudad en una V-Max con una cola de zorro atada al cuello… En ese momento un compañero «mensaka» mi mira desde su Typhoon 50 con un enorme baúl «apañado» con cinta de embalaje marrón. Solo con ver sus ojos de horror clavados en mi V-Max sabía que se estaba compadeciendo de mí. Pero me suelta: «qué guapa». Estuve a punto de contestar: «¿Sí? Pues te la cambio a pelo», pero iba a sonar demasiado a cachondeo. El que sí se apiadó fue «el de arriba», debió escuchar mis plegarias, porque dejó de nevar. La V-Max ofrece no pocos problemas al maniobrar en parado en las aceras pequeñas. Los estribos están justo donde quedan las piernas al poner el pie en el suelo, y esto unido al peso que arrastra hace que pases de tener frío a mucho calor en cuestión de segundos. Y hablando de calor, no se aprecia que el motor se caliente mucho entre semáforo y semáforo, salta el electroventilador, pero apenas se escucha. Eso sí, el consumo se dispara como no te puedes hacer una idea al utilizar exclusivamente las tres primeras marchas. Intento evitar la primera velocidad, porque las retenciones son brutales al decelerar, y además la segunda vale hasta para arrancar desde parado.
Por fin salgo del agobiante centro. Me mandan a Villaviciosa de Odón. Bien. Recojo un sobre y enseguida me planto en la A-5. La V-Max ahora se muestra su cara más amable, la postura es más cómoda de lo que puede parecer y el asiento y su respaldo, una bendición. No hace falta enroscar mucho el puño derecho para que todo a tu alrededor empiece a pasar muy deprisa. La adherencia del neumático trasero es buena incluso con aguanieve. Acabo mi primer día de mensajero cansado, mojado y con todos los paneles que veo de camino a casa alertando de fuertes nevadas para el día siguiente. «Utilice el transporte público», aconsejan. ¿Una Panigale S de prensa lo es? Otro día que me va a tocar sufrir…
Afortunadamente han errado en las previsiones. No nieva, solo llueve y la temperatura es de 2ºC. Llego a la redacción y cambio la V-Max por la Panigale S, probablemente la mejor superbike del panorama actual, pero también una de las motos más incómodas y poco polivalentes que puede haber en el planeta. Y de repartir paquetes ni hablamos. Si viera Carlos Checa por un agujerito lo que es capaz uno de hacer con su moto... La cosa se pone interesante cuando echo un vistazo a los neumáticos que calza: Diablo Supercorsa SP, los más deportivos que ofrece Pirelli en su gama, homologados para circular por la calle, pero por los pelos. Son prácticamente unos slicks con algo de dibujo, desarrollados casi en exclusiva para ir muy deprisa en circuito, pero desde luego no para agua ni temperaturas máximas cercanas a los 0º. Además, vaya despilfarro de goma para simplemente callejear. Absurdo. Respiro aliviado al recordar perfectamente cómo se modifican los tres modos de funcionamiento. Cambio a «WET», donde la potencia es de «tan solo» 120 CV y se entrega de forma progresiva, y pongo el control de tracción y el ABS al máximo. Acabo de transformar una precisa máquina de carreras en algo manso, utilizable y mínimamente seguro en unas circunstancias tan adversas como poco frecuentes.
La segunda jornada comienza en un centro de salud del centro de Madrid. Tengo que recoger unas muestras y llevarlas a un hospital de Coslada, en la periferia. Acabo de empezar y ya estoy mojado, va a ser un día largo. La chica que me da el paquete me advierte que es urgente, «no se preocupe» le digo con voz firme. Me acompaña a la puerta del centro porque iba a fumar en la calle. Cuando ve que me subo a la Panigale roja y reluciente que hay aparcada en la puerta se ríe y me dice: «es urgente ¡pero no para tanto!». «Si es urgente, es urgente», le respondo. Salgo como alma que lleva el diablo a la M-30 y enseguida cojo la A-2. Cambio a modo Sport para que responda con más contundencia al abrir gas. Las muñecas han dejado de dolerme y la postura ya no es tan incómoda. Chasis, suspensiones y frenos rozan la perfección y eso se agradece en circuito y fuera de él. Los neumáticos agarran sorprendentemente bien en mojado y acabo haciendo una entrega urgente impecable y en tiempo récord.
Muy a mi pesar me mandan de nuevo al centro. Y aún más a mi pesar recojo un paquete que no me cabe en la mochila, tengo que poner una red y atarlo al puntiagudo colín sin la certeza de que no vaya a moverse. En mitad del atasco el motor empieza a echar humo al recibir el agua de la rueda delantera. Joder, qué cuadro… ¡Ey! pesar del frío y mis tres capas de ropa, empiezo a notar en mi trasero un agradable calorcillo. No recuerdo haber activado el asiento calefactable… Y no lo he hecho. Es automático. El calor lo desprende el cilindro que está más cerca del asiento. Imagina lo que esto supone en verano. De las pocas cosas que la Panigale tiene a favor en ciudad es su ligereza y contenidas medidas. Se mueve perfectamente en parado, lo que suple en parte su escaso radio de giro. Cae la tarde y con ella la intensidad de la lluvia. Hago evaluación de daños: el cuello va aguantando, las muñecas no tanto. Las constantes frenadas en ciudad me están destrozando. Tengo que bajar el nivel de actuación del DTC, ya que salta en cuanto la rueda toca mínimamente con una raya blanca, por pequeña que sea. Esta surrealista jornada laboral termina en mi garaje, justo antes de apagar el motor de la Panigale salta la alarma del coche que aparca en la plaza contigua a la mía. Creo que es la sexta que hago saltar hoy…
El día siguiente comienza con la agradable sensación de que lo peor ya ha pasado. Ha subido la temperatura, luce el sol, es viernes y mi compañera de fatigas de hoy, la GTL, es el confort hecho moto. Una Gran Turismo potente, capaz y cómoda con todos los accesorios habidos y por haber: puños y asiento calefactables, amplio baúl y maletas laterales (con cierre centralizado), parabrisas que sube y baja mediante un botón, equipo de audio y un largo etcétera. ¡Solo le falta una cafetera y un microondas! Únicamente el peso y su enorme volumen podrían amargarme el día. Acudo a mi primer requerimiento con una amplia sonrisa, es una discográfica en la que me hacen entrega de un disco. Parece un single, en rotulador viene grabado el título y el artista. ¿Y si he tenido en mis manos la primera canción de alguien que luego se va a hacer mundialmente famoso? Nadie me creería al contarlo. ¿Y si lo pierdo o lo rompo? Qué tensión.
Me toca callejear por el ratonero barrio de La Latina, el Madrid antiguo lleno de empedrados y calles estrechas prácticamente intransitables. La acera donde me viene bien aparcar tiene poco más de un metro de anchura. Imposible. Tengo que buscar otra más ancha pero no hay ninguna cerca, al final tengo que aparcar a tres manzanas andando de donde tengo que entregar el disco. Esa amarga sensación de tener prácticamente la misma versatilidad –y la misma cilindrada- que un coche se desvanece y se torna en algo mucho más agradable cuando me llama la «central» para dos envíos fuera de Madrid. Es momento de sintonizar Rock FM y dejar que los Dire Straits me lleven hacia las afueras. Pero antes hay que salir de aquí. Para ir a Tres Cantos coger la Castellana me parece la mejor opción, pero enseguida un gran atasco me confirma que no es así. Las maletas laterales me impiden pasar con soltura entre las hileras de coches. Veo un semáforo en rojo a lo lejos y decido invadir mínimamente el carril contrario para atajar el tráfico llegar hasta el principio, con tan mala suerte que en el paso de cebra me espera un agente de Movilidad con el brazo derecho en alto. Bajo el volumen de la música y cuando me dispongo a disculparme por la infracción, me interrumpe diciendo que circulaba en dirección contraria y que es una falta muy grave. De todos los argumentos que se me pasaron por la cabeza el de «Agente, estoy trabajando, soy mensajero» me pareció el más eficaz, pero no pareció ser el más creíble. «Si tú eres mensajero yo soy la madre Teresa de Calcuta» se ríe mirando a la resplandeciente GTL. Tuve que enseñar los paquetes y mi libreta de albaranes para que me creyera. No sé si se lo tragó, pero me dejó marchar «vivo». Ahora sí, por fin carretera abierta.
La carretera de Colmenar Viejo, que conozco como la palma de mi mano, me sirve para darme cuenta de la grandeza de este seis cilindros, de tacto suave y potencia más que suficiente. Responde en cualquier marcha esté donde esté la aguja del tacómetro y todo esto acompañado de un comportamiento dinámico impecable. Me entran ganas de hacer un viaje largo. De Tres Cantos voy a Torrejón y de ahí al centro a hacer los últimos envíos. Estoy encantado con esta GTL, incluso en una M-30 bastante saturada me desenvuelvo con agilidad gracias al bajo centro de gravedad y una distribución de pesos perfecta. Una vez le coges las medidas, todo es coser y cantar. Además no ha consumido demasiado, supongo que no hace falta que te cuente con cuál me quedo, ¿verdad?
La primera conclusión es que soy un exagerado, pensé que esta prueba iba a ser un auténtico infierno y al final ha resultado hasta entretenida, con un montón de anécdotas y situaciones divertidas. Y eso que la meteorología ha sido extrema en varios momentos. El trabajo del mensajero es duro y aunque habitualmente -hay excepciones- esté bien pagado, las duras condiciones que se pueden llegar a dar hacen que el riesgo de tener una caída sea elevado. He sido testigo directo de que la figura del «mensaka» no es que esté desprestigiada, directamente es objeto de ira de ciertos gremios como taxistas y autobuseros que, al menos en Madrid, hacen todo lo posible por hacerte la vida imposible. Es la guerra, doy fe. Nadie en su sano juicio elegiría trabajar de mensajero con ninguna de estas tres motos por muchos motivos, pero no son pocos los casos en los que alguien ha tenido que empezar a repartir con la moto que en ese momento tenía, sea la que fuere. Y te aseguro que se puede, por muy grande y pesada que ésta sea. En esta «comparativa» las claras perjudicadas son la V-Max y la Panigale, la primera por su costosa manejabilidad y la segunda por ofrecer una ergonomía demasiado radical. La BMW en cambio podría ser una moto aceptable para repartir, cara, pesada y gastona, pero con todo lo que una moto puede ofrecer para hacerte la conducción fácil y agradable. Moraleja: el scooter es el vehículo ideal para «mensajear».