El mundo del motociclismo en general, y el del motociclismo de competición en particular, tienden al machismo. Obviarlo sería negar la mayor: desde que se recuerda, el papel de las mujeres en el paddock se ha reducido a acompañantes –en el mejor de los casos- o, en su vertiente más pueril: objetos.
Si se hace la asociación entre mujeres y motociclismo, la imagen más estereotípica va desde el comienzo de las carreras, donde encontramos a modelos sosteniendo una sombrilla; hasta el final de las mismas, en las que posan para la foto del podio y, con frecuencia, acaban bañadas en champán.
Afortunadamente, siempre ha habido quiénes han ido contracorriente de esta tendencia. Mujeres piloto que se han ganado el respeto en un mundo donde la primera reacción habitual es una mueca de sarcasmo. Desde Taru Riine hasta María Herrera. Desde Tomoko Igata hasta Avalon Biddle. Desde Katja Poensgen hasta Ana Carrasco.
Hay un nombre femenino que todo fanático del motociclismo identifica a la perfección: Laia Sanz
Y si la presencia de machismo en los circuitos ya es fehaciente, se torna aún más evidente en el universo del offroad. Nombres como Emma Bristow, Anastasiya Nifontova, Sandra Gómez, Iris Kramer, Livia Lancelot o Rosa Romero son totalmente desconocidos para el aficionado medio de las dos ruedas, y si les suena el nombre de Kiara Fontanesi es por su relación con Maverick Viñales, no por ser posiblemente la mejor piloto de motocross del mundo.
Sin embargo, hay un nombre femenino que todo fanático del motociclismo identifica a la perfección: Laia Sanz. Dominadora indiscutible del trial durante una década, su inconformismo y ganas de aventura la llevaron a buscar metas mayores, huyendo así del ostracismo mediático al que se ven sometidas la gran mayoría de competiciones femeninas, un mal endémico del deporte, con el tenis como honrosa excepción.
No era, para ella, nada nuevo eso de competir con y contra hombres. Ya en su adolescencia superaba a sus compañeros sin dificultad (¡incluido un tal Toni Bou!), por lo que cuando se presentó en la línea de salida del Dakar 2011, no ansiaba ser la mejor mujer en meta.
Fue a competir contra todos, sin mirar el género de nadie. Pero, sobre todo, fue a competir contra sí misma. Porque si algo ha caracterizado a Sanz desde sus inicios es precisamente esa: verse a sí misma como la mayor rival a la que superar. Después de todo es normal, ya que nunca había tenido un rival mejor.
Claro que la piloto de Corbera de Llobregat ha tenido que sufrir en sus carnes el machismo inherente al deporte en general, y al motociclismo en particular. Solamente ella sabe todo lo que ha tenido que escuchar en las dos últimas décadas, actitudes ante las que siempre ha respondido con el látigo de la indiferencia.
Cuando ha sufrido en sus carnes el machismo, su única respuesta ha sido siempre el puño del gas
Es más, siempre que ha sido preguntada al respecto, ha admitido que sí, que ha tenido que lidiar con muchos machistas en su trayectoria. Y ya. No les ha querido dar más importancia, nunca ha entrado al trapo ni les ha dedicado más de un par de palabras. Ni siquiera en su libro (Quien tiene la voluntad tiene la fuerza). Como mucho, le ha servido de motivación.
Su única respuesta siempre ha sido el puño del gas. Llegó a su primer Dakar y lo acabó en una meritoria 39ª posición, que repitió un año después. Al tercer año estuvo cerca de tener que tirar la toalla, siendo remolcada durante horas por Miguel Puertas. Tampoco claudicó, acabando la 93ª en aquel extenuante 2013.
Fichó por Honda y respondió con una 16ª posición, colándose en el top ten en el mágico 2015 en el que acabó novena. No se sintió apoyada por Martino Bianchi y se largó a KTM, a convertirse en una integrante más de la mejor estructura de la prueba, con la que ha sido 15ª y 16ª en los dos últimos años –festejando los títulos de sus compañeros Toby Price y Sam Sunderland-; pese a que a ella las cosas no le salieron según lo esperado.
El hito no es baladí: siete participaciones en el Dakar, siete trofeos de Finisher. Es difícil saber cuántos lo han logrado antes –los datos de las primeras ediciones escasean-, pero el mejor registro lo tiene el portugués Helder Rodrigues, que en este 2017 ha terminado por undécima vez en once participaciones (dato cortesía de José Luis Escudero, alias @MotoStats).
Lejos de vanagloriarse por tal logro, Sanz ya está pensando en el octavo. Acaba de cumplir 31 años y, pese a que ha manifestado en diversas ocasiones que su futuro está en las cuatro ruedas –donde podrá compensar las limitaciones físicas contra sus rivales-, le ha gustado tanto la concepción africana brindada por Marc Coma que se ve perfectamente capaz de brillar el próximo 2018. Es lógico: se conoce bien.
Laia Sanz ha encontrado el respeto tras las dunas del machismo. Y sus huellas señalan el camino
Porque quizás, la gran virtud de Laia Sanz sea que simplemente corre para sí misma, por seguir su pasión y sus propias metas; pero, al tiempo, va trazando unas roderas en las dunas del motociclismo (y del deporte) que sirven de guía a la ingente cantidad de pilotos que vienen tras ella, para quienes resulta un referente inmejorable.
“La mejor manera de callar la boca a los machistas es siendo competitiva y logrando buenos resultados”, dijo hace un año. “Me he ido ganando el respeto”.
Es verdad. Si todavía queda algún machista dispuesto a minimizar sus logros, debe estar escondido en la vasta sombra de las insondables dunas que Laia sortea sin amilanarse cada mes de enero.
No deja de ser una metáfora: el camino del deporte femenino siempre ha estado repleto de inmensas dunas de machismo. Como tantas otras, pero a su vez como ninguna antes, Laia Sanz ha ido escalando esas dunas para comprobar que, tras ellas, está el horizonte del respeto. Y es su huella la que señala el camino.