Una vez alcanzado nuestro sueño de llegar a Cabo Norte tocaba desandar la mítica E69, esta vez disfrutando de un tiempo algo más cálido, pero de las mismas vistas impresionantes.
Aprovechamos para redondear un poco los neumáticos ya que el día anterior la casi congelación nos impidió disfrutar del trayecto.
En ese momento y después de llegar a Cabo Norte, me rondaba una cosa en la cabeza: «Me queda por fotografiar un reno, que con todos los que hay... A ver si ese, que parece tranquilito se deja». De repente, ¡se cruzó! Pude verle
hasta la última garrapata. ¡Qué susto! No volveré a comer reno, luego se enteran y te atacan. Poco después volvimos a parar porque la pantalla de mi casco iba suelta.
Mientras José la volvía a dejar en su sitio, me acerqué para fotografiar un secadero con cabezas de pescado que cuelgan a pocos metros de la carretera. Mala opción ¡Qué peste! «Vaya día llevo», pensé.
Nos desviamos por una «carreterita» estrecha que bordea un fi ordo precioso y así llegamos a Grylleord para cruzar en un ferry y visitar las Islas Vesteralen, compartiendo trayecto con Ervi y Teresa y su V-Strom (¿Os acordáis de la pareja de Albacete?).
Menos mal que su compañía, sus anécdotas y sus planes de viaje hicieron más llevadero el viaje porque el ferry se movía una barbaridad y acabé con un «cuerpo J»... Las Vesteralen son preciosas y el paisaje de las islas impresiona. «¿Cómo serán las Islas Lofoten si dicen que son más espectaculares?», me imaginaba por entonces. Saltando de isla en isla usando puentes de un diseño caprichoso y parando cada dos por tres a fotografiar unas montañas con cumbres muy escarpadas y nieblas fantasmagóricas.
En el ferry que nos llevaría a las deseadas Lofoten volvimos a coincidir con Ervi y Teresa y con otros españoles que viajaban en autocaravana. Una vez en las Lofoten, se nos hizo muy complicado avanzar, ya que a cada curva que pasábamos me encontraba con un paisaje de foto. Montañas muy altas y erosionadas, con nieves perpetuas y un color verde que decora el negruzco de su roca.
Visitamos la Catedral de Lofoten y sus playas de arena blanca. En la comida coincidimos con una familia finlandesa que viajaba en sidecar: el padre, con una niña en el asiento del pasajero, otra en el «side» y el hijo en la moto del amigo. Nos contó que solo quedaba su mujer que se había quedado en casa y que no quería saber nada de motos, normal…
El cumpleaños de «Shelley» y una conversación para recordar
Pero... ¡Qué despiste! No me había dado cuenta de que ese mismo día «Shelley» cumplía 50.000 km. Iba tan ensimismada con el paisaje, que se me había pasado. La foto se la hice con 50.078 km, pobre.
Retratado el momento, seguimos con nuestra ruta y el siguiente punto que nos encontramos era Reine, con su bonito puerto. Allí cogimos el ferry que nos dejaría en Bodo. Visto los antecedentes no me la jugué esta vez y media hora antes de embarcar... ¡Bioadramina al canto! En la cola del ferry charlábamos con un motero alemán: que si los neumáticos, que si el asfalto, que en ocasiones la carretera se desintegra…
Parece que la cola se movía y su moto que no estaba por la labor de arrancar. En ese momento quedaban tres filas de cola por entrar y estábamos en la cuarta, así que nos quitamos el casco para ayudarle. José lo intentó y después de decir: «¡Come on, girl!» logró arrancarla. El motorista alemán nos dijo agradecido: «An old bike for an old biker». Yo le respondí amablemente: «Bikers are all the same age». Y él finalizó solemne: «One mind, one nation» y los dos asentimos orgullosos de ser moteros. Son de esas conversaciones que te dejan huella y que contaré a mis nietos en mis batallitas de abuela por Cabo Norte.
Esa noche en el camping nos propusimos contemplar el sol de media noche, pero ni ese día ni ningún otro, pudimos verlo. Cuando no había nubes estábamos roque, y mira que en dos ocasiones puse el despertador a las doce menos algo, pero en eso quedó. Llegábamos tan derrotados a la hora de dormir que cualquiera nos levantaba.
Al día siguiente no tenía más interés que ver las corrientes de Saltstraumen, que resultaron impresionantes, el Círculo Polar Ártico Noruego, que también nos gustó mucho, aunque temíamos que por primera vez se nos pusiera a nevar.
Pero lo mejor sería la carretera 812 con curvas de lujo y paisajes espectaculares y esta vez disfrutando también de alguna inclinada. Pasamos por las cataratas de Laksforsen y nos hicimos una foto refrescándonos con el agua pulverizada pues ese día se sentía algo de calor.
Atravesando las mejores rutas de Noruega
La ciudad de Trondheim nos gustó muchísimo y nos hubiera encantado haber pasado más tiempo allí, aunque a la hora que habíamos llegado solo nos dio tiempo a vestirnos de persona y disfrutar por sus callecitas de cuento. Y es que al día siguiente teníamos planeado otro de los platos fuertes del viaje: rutas por dos de las carreteras que mejor nos habían hablado, la Carretera del Atlántico y la de los Trolls.
La Carretera del Atlántico nos decepcionó un poco. Sabíamos que era corta (unos 9 km), pero nos esperábamos algo más. Su puente principal sí es espectacular, pero aparenta más cuando lo fotografían justo desde ese ángulo mágico y si le ponen una ola huracanada. Sin olas no es para tanto… y la mejor foto en lo alto del puente me costó un enfado de José: «¡Qué te van a llevar puesta!», intuí que me decía con la mirada, porque recuerda que el intercomunicador se nos había chafado en el viaje de ida.
Otro ferry (tres en un día) y a continuación nos tocaba disfrutar de la Carretera de los Trolls. Esta sí era «im-presionante», con cascadas en todas partes, nieblas que iban y venían, autocares haciendo tetris para pasar cuando coincidían con otro vehículo.
Cada curva nos ofrecía una vista todavía más espectacular que la anterior. Después de atravesar mucha, mucha niebla, nuestra siguiente parada era Geiranger donde teníamos pensado pasar dos noches para visitar el glaciar Briksdal, muy recomendable. Para llegar había que cruzar el fiordo de Geiranger en un ferry muy caro y por una carretera preciosa, junto a un río azulado. Contratamos un cochecito que nos dejó lo más arriba posible y después de un buen paseo… ¡Tachán! Una chulada de glaciar.
Ese mismo día recorrimos la impresionante Rv 258 con su amplia porción de asfalto desintegrado. Eso sí, ¡qué paisajes! Lagos helados y cornisas de nieve en la carretera tan alta como yo. También subimos al mítico Dalsnibba, al que afortunadamente, no le funcionaba el peaje.
Al poco de empezar la subida el asfalto desaparecía y te puedes imaginar que lo peor sería la bajada, pero bajamos. Después de los últimos días de rutas pocas carreteras nos podían impresionar. Así que hicimos una modificación por el camino y bajamos directamente a Oslo sin pasar por Bergen. La carretera elegida resultó ser otra gozada: la Rv 55, con un puerto de unos 1.400 m y de nuevo, lagos helados, cascadas, cumbres escarpadas y curvitas.
Al bajar el puerto volvimos a entrar en el verano y dejamos guardados los forros de la cordura. De ahí hasta Oslo los paisajes se volvieron «normales» y los ríos de su color habitual, pero el buen sabor de boca de todo el viaje, perdurará para siempre.
De la Sirenita de Copenhague a las murallas de Ávila
Cuando cruzamos el puente de Oresund entre Malmö y Copenhague dejamos la península escandinava atrás y todo se volvió nostalgia. Afortunadamente, la capital de Dinamarca también nos enamoró con su Sirenita. De vuelta a casa hicimos varias paradas en el camino: Egeskov (Dinamarca), Bremen (Alemania) donde, después de tres intentos y alguna vuelta que otra, logramos fotografiar a mis queridos «trotamúsicos» o músicos de Bremen.
En esta ocasión no llovía por Alemania y pudimos disfrutar de sus autovías y de cómo te adelantan sin esfuerzo alguno. Otra parada en Metz, ya en Francia, para estirar las piernas y otra más en Avignon… ¡Ya casi estamos en casa!
La primera noche en España la hicimos en Gerona, donde el destino (o los trolls) hicieron que volviéramos a coincidir con Ervi y Teresa. Lo pasamos en grande recordando cosillas del viaje y alguno disfrutó de una merecida cerveza.
Al día siguiente, paramos en Alfajarín (Zaragoza) para reponer fuerzas en casa de unos amigos. Y unas horas muy calurosas después, llegábamos a Ávila.
Los últimos kilómetros se me hicieron eternos y cuando vi las Murallas empecé a llorar dentro del casco. Era como dar la vuelta de honor, te acuerdas de un montón de cosas y sabes que queda poco para terminar el viaje con éxito.
Las niñas se han portado de lujo y, a pesar del cansancio, nuestros cuerpos serranos también han dado la talla. Casi 12.000 km en tres semanas de buenos momentos, de anécdotas, de frío, de calor, de dolor, de emoción, de moto, de mucha moto y de sueño cumplido.
Espero que algún día seáis vosotros los que rodéis por esos lares fríos y lejanos y, sobre todo, que lo disfrutéis como niños.