Cuando una pareja, normalmente hombre y mujer, realiza un viaje en moto, es habitual caer en el error de pensar en las dificultades que ha tenido que superar el piloto, mientras que la otra persona parece no tener ningún mérito. Sin duda la acompañante disfruta del mismo modo, con el paisaje, con la sensación que proporciona recorrer hermosos lugares, pero también tiene que soportar el frío, el calor, se moja con la lluvia, y se cansa en las etapas largas.
De esta manera hice muchos viajes con Jaime, recorrí la mayoría de los países europeos, el norte de África, y Estados Unidos. Hasta que un día decidí sacarme el carné de moto y compré una chopper, con la que viajé por España, pero para salidas al extranjero seguía prefiriendo la comodidad y tranquilidad de hacerlo los dos en una sola moto… Hasta que la cambié por una trail de 650 cc.
Cuando estábamos preparando un viaje por Australia, pensé que ya estaba preparada para enfrentarme a un largo recorrido como conductora, y que sería buena idea alquilar otra moto para mí. De repente me encontré en la otra punta del mundo, en Darwin al norte de Australia, arrancando una moto idéntica a la mía, y con más de 5.000 kilómetros por delante hasta nuestro destino, Melbourne.
Cada día tenía que enfrentarme, no sin ciertos temores, a situaciones completamente nuevas para mí. Tuve que salvar dificultades que nunca había imaginado y menos que fuera capaz de superarlas, como vadear ríos, hacer cientos de kilómetros bajo lluvias torrenciales, conducir por pistas y desiertos, circular en medio de una plaga de langostas, esquivar canguros, koalas y demás fauna australiana….Y, a diferencia de otras ocasiones, durante esas semanas no me acordé de la familia, el trabajo, o mis perros.
Todos mis sentidos estaban puestos en pilotar, disfrutar del viaje, y en superar el miedo que me producía tener que adelantar, o cruzarme, con los «road train», esos gigantescos camiones de más de 60 metros de largo que cruzan el país a toda pastilla y cuyo último remolque va dando bandazos de un lado a otro de la carretera.
Al final me dio pena devolver la moto, juntas nos habíamos divertido como nunca lo había hecho en otro viaje, además había sido una fiel compañera y yo la había cuidado lo mejor que había podido. La moto solamente sufrió un pequeño percance en una maleta. Después de aquella experiencia llegaron otros viajes por el sur de África, Europa y Sudamérica, en los que volví a comprobar cómo las mujeres que conducimos una moto tenemos que enfrentarnos a inconvenientes que para los hombres pasan inadvertidos.
Lo más evidente es la diferente fuerza física, que no es determinante pero, queramos o no, en muchas ocasiones, es un condicionante más. No es lo mismo manejar una moto de cilindrada media que una maxitrail, aunque esto es algo que a las mujeres que viajamos no nos importa demasiado. Muchos moteros siguen obsesionados con eso de «tener la moto más grande», nosotras sin embargo ante todo preferimos sentirnos seguras, y para eso es vital la altura de la moto, su peso y la postura. De hecho, todos mis viajes han sido con motos de 650 cc, con las que he alcanzado lugares remotos y nunca he echado en falta una moto mayor.
La mayoría de las mujeres que conozco, y que compartimos esta ilusión por los viajes, no alardeamos de si hemos hecho esto o lo otro, que es otra diferencia importante con respecto a los hombres. Cuando intercambiamos información entre nosotras lo hacemos de una forma natural, sin exageraciones y con humildad, a diferencia de algunos que cuentan un viaje por Marruecos como si hubieran cruzado en moto el estrecho de Darién. Pero me temo que ante esto no hay solución posible, debe ir en los genes, ya que esta actitud no se limita solamente al mundo de los viajes.
Cuando se viaja es tan importante cómo ves a las personas con las que te encuentras, como la forma en que ellos te ven a ti, y esto último he comprobado que varía si la conductora es una mujer. Hay lugares en el mundo en los que el simple hecho de ser mujer ya es un condicionante, África es un claro ejemplo de ello.
Cuando viajamos a las Cataratas Victoria y en algún control policial nos mandaban detener, siempre se repetía la misma escena, primero le pedían a Jaime su documentación, la de la moto, el carné internacional… Cuando lo habían comprobado, y yo esperaba con la mía en la mano, el policía de turno hacía un gesto un tanto despectivo como queriendo decir: «eres una mujer viajando con un hombre, él es más importante». En muchas aldeas africanas poco habituadas a que los viajeros se detengan en ellas, la llegada de una o varias motos siempre causa cierta expectación, y a veces recelo, pero aquí las mujeres jugamos con ventaja.
En Botswana, Zambia, Namibia… Al parar en alguno de estos poblados, tras quitarme el casco y la cazadora todo resultaba más fácil, las mujeres rápidamente querían entablar conversación conmigo, y yo con ellas. Me invitaban a sus casas, a ir al mercado con ellas, me presentaban a su familia, preguntaban cosas sobre mi vida… Algo inimaginable si hubiera sido un hombre.
También el hecho de ser mujer y conducir una moto hacía que algunos hombres se mostraran más abiertos conmigo y les encantaba asustarme con historias acerca de los peligros de los animales y la carretera. Lo mismo me ocurría en las comunidades de aborígenes australianos o en cualquier aldea perdida en Los Andes.
Si eres mujer y te gusta viajar en moto te animo a que des el siguiente paso, y que pruebes a hacerlo en el asiento delantero. Es mucho más divertido tener ante ti el horizonte abierto que ir viendo el cogote de tu compañero. En cualquier caso, viajes como conductora o acompañante, estaré encantada de conocerte en nuestro VII Encuentro Grandes Viajeros.