Ganó, contra todo pronóstico, la última edición del CEV en 2013 con tres victorias seguidas tras haber empezado el año siendo un desconocido. Fichó por Monlau y arrasó en 2014 en la primera edición del FIM CEV 2014. En poco más de un año, de repente todos sabían quién era Fabio Quartararo. Su irrupción cambió las normas y se creó la popularmente llamada ‘ley Quartararo’, que permite a un piloto competir en el Mundial sin haber cumplido 16 años siempre y cuando haya ganado el ahora Campeonato del Mundo de Junior de Moto3.
El FIM CEV se le había quedado pequeño. Todos los equipos querían ficharle. Los aficionados esperaban su llegada al Mundial de Moto3. En su segunda carrera se metió en el podio, segundo en una carrera en la que se escapó el que sería su compañero mucho después, Danny Kent. Hizo la pole en Jerez. Otra más en Le Mans. Volvió al podio en Assen. El pequeño diablo crecía, subiendo de dos en dos los escalones de la escalera hacia el cielo del motociclismo.
Sin embargo, en algún momento tomó un desvío y cogió la autopista hacia el infierno. Sólo él sabe qué falló exactamente y, sobre todo, cuánto tardó en darse cuenta del fallo. En algún momento se torció el camino que recorría junto al Estrella Galicia 0,0; y la bifurcación que le llevaba al Leopard Racing tampoco era la buena.
Ya no se veían los títulos de CEV y FIM CEV en los retrovisores. Ya no aparecía en reportajes como el niño prodigio del motociclismo. Cuando el pasado se tornó en olvido, sólo había una forma de huir: hacia adelante.
Su envergadura corporal apoyaba la decisión de saltar a Moto2, y la oferta de una estructura tradicionalmente ganadora como el Pons Racing parecía irrechazable. Un año sin presión, para aprender y adaptarse a una moto grande, acorde a su nueva realidad física. Las cosas no fueron del todo mal para un rookie: 13º final, un buen puñado de carreras dentro del ‘top ten’, una cierta evolución a lo largo del año. La decepción llegaba en la comparativa con otros dos debutantes como Pecco Bagnaia o Brad Binder, ambos con varios podios en su primer año.
Con todo, su no renovación resultó toda una sorpresa. Costaba creer que Sito Pons dejase escapar a un talento con la mayoría de edad recién cumplida sin, como poco, observar su evolución durante un segundo año. En aquel momento, su fichaje por el Speed Up se antojaba un claro paso atrás.
Sin desmerecer al constructor italiano, Quartararo pasaba de tres equipos con títulos mundiales ganados en el último lustro a una marca de chasis que llevaba sin ganar desde 2015 y que en 2017 había luchado hasta el final por no cerrar la clasificación de constructores de Moto2.
Sin embargo, lo que encontró Quartararo en el box del gran Luca Boscoscuro fue algo parecido a una familia. No había presión, nadie esperaba a una Speed Up luchando por las victorias. Era un terreno abonado para reencontrarse consigo mismo y disfrutar pilotando. Para mirarse al espejo y volver a ver a ese niño de 14 años que volaba entre curvas con una sonrisa perenne.
Su reflejo estaba difuminado por un sinfín de capas de publicidad, de impacto mediático, de necesidad de resultados. Cada nuevo contrato añadía una nueva capa, que le hacía reconocerse cada vez menos. En su mente se habían agolpado todas las dudas propias de la adolescencia, amplificadas por el altavoz del deporte de élite.
Boscoscuro y los suyos se dieron cuenta. En vez de añadir más capas al espejo, fueron soplando para hacerlas desaparecer. En lugar de mirar a ese chico de ya 19 años que no encontraba la rapidez perdida, fueron capaces de ver que, bajo esas capas, seguía el niño de 14 años que no disfrutaba porque ganaba; sino que ganaba porque disfrutaba. Boscoscuro lo tenía claro: su diabólica velocidad siempre había estado allí. Sólo faltaba la sonrisa bajo el casco.
Y qué mejor sitio que Montmeló, donde empezó todo en 2013. En la primera carrera del año, bajo un aguacero impresionante, un chico al que habían presentado como el más joven del certamen acababa segundo tras el británico Wayne Ryan. Acababa de cumplir 14, y ni él soñaba con ser campeón al final de año.
En ese mismo escenario, en el que en 2014 logró un doblete inapelable, Quartararo volvía a sonreír. Ya no sólo sus títulos eran historia, también la presión que llevaron aparejados. Ya nadie hablaba de cuántos récords de precocidad batiría. Ya no estaba en las quinielas. Como en aquel 2013, antes de que todo empezase, simplemente tenía que salir y disfrutar.
Como en aquellos dos años, ganó porque disfrutó. Ahora sí que no hay que mirar atrás. No importa ya que haya tardado 55 carreras en conseguirlo, ni que haya pasado por cuatro equipos. En el espejo vuelve a estar Fabio, el chico de la tierna sonrisa y la velocidad diabólica. La parte trasera de su mono, donde pone ‘El Diablo’, es ahora más real que nunca. Porque su infierno ha quedado atrás.