Santi Herrero, el pionero de España que se enamoró de la Isla

El piloto madrileño se fue pronto, pero rompió todos los moldes del motociclismo español.

Nacho González

Santi Herrero, el pionero de España que se enamoró de la Isla
Santi Herrero, el pionero de España que se enamoró de la Isla

Corría el mes de junio de 1969 en la Isla de Man. Los pilotos anglosajones copaban todos los lugares de honor, pero dos latinos cuestionaban ese dominio: el italiano Giacomo Agostini se llevaba el doblete al ganar en 350cc y 500cc, y un apuesto español, del que se empezaba a hablar cada vez más, finalizaba tercero en 250cc con una moto española (Ossa), sólo superado por el australiano Kel Carruthers con la Benelli y el británico Frank Perris con la Suzuki.

Nacido en Madrid y vasco de adopción, Santi Herrero se salía de la norma tácita que regía el motociclismo español de la época. Ganadores en las clases pequeñas y acomplejados en las grandes. Él no era así. Se despojó de todo atisbo de complejo y se lanzó a la conquista del título del cuarto de litro, hito impensable para sus compatriotas.

Aunque en sus inicios llevó una Derbi, pilotaba una Bultaco Tralla cuando llamó la atención de Lube, antes de embarcarse con Eduardo Giró en el proyecto de Ossa, del que se convertiría en piedra angular. Desde entonces, resultaba –y aún resulta- imposible concebir a Santi sin su Ossa, o viceversa.

Juntos, ganaron el Campeonato de España de 1967, y con lo puesto, se lanzaron a la aventura mundialista (aunque también repetirían título nacional los dos años siguientes). Desde el principio, Santi y Ossa brillaron entre la élite del dos y medio, donde mandaba Yamaha y dos mitos británicos como Phil Read y Bill Ivy se jugaban las victorias.

Al año siguiente, la cosa cambió. Con Kel Carruthers y Kent Andersson como rivales, llegaron los primeros triunfos. Fueron tres, en tres circuitos de auténtico postín: Jarama, Le Mans y Spa. También hubo muchos ‘ceros’, y al romperse el brazo en el Ulster todo parecía irse al traste, pero volvió en Imola y llegó a Opatija con opciones de ser campeón, dependiendo de sí mismo.

Una línea blanca y la lluvia acabaron con el sueño, volviendo a romperse el brazo en su caída. Pero el sueño era muy real, y en 1970, Santi y la Ossa volvían a la carga. No le amilanó el abandono en Nurburgring: en Le Mans fue segundo tras Rodney Gould, y la victoria en la tercera carrera no sólo le ponía en la lucha por el título: le cargaba de moral. Porque fue en Opatija, quitándose la espina del final del año anterior. Tocaba la Isla.

Como tantos y tantos pilotos a lo largo de la historia, Santi se había enamorado de la Isla de Man. Ansiaba ganar allí tanto como ser campeón del mundo. Puede que fuese un amor irracional, pero a la vez era un amor cuerdo. No era un inconsciente, simplemente se había enamorado de una carretera, había sido absorbido por la magia de la Isla.

Desgraciadamente, la isla no le correspondió. Había tenido algunos problemas, pero en la sexta y última vuelta rodaba tercero, confiado en poder remontar. Pero en la milla 13, en Westwood Corner, perdió el control de su Ossa. Falleció dos días después, el 10 de junio de 1970, con sólo 27 años y un legado imborrable.