¡Estaba en el podio de salida del Dakar! No te puedes imaginar lo que eso suponía para mí. No se trataba solo de haber cumplido mi sueño, era además la culminación de dos años enteros de trabajo callado, de preparación, de no dormir, de no tener vacaciones, de currar los fines de semana, de sufrir las penalidades de todos los que buscan dinero.
Ahora tenía que aprovechar, de disfrutar de esta carrera tan especial. Pero lo que iba a averiguar enseguida es que en el Dakar se disfruta poco, al menos si eres de los que vas solo, de los que acampas con tu amigo y una furgoneta en la periferia del vivac, de los que los demás creen que probablemente hoy es el último día que te verán por allí.
Pero antes de mi gran cita con la salida en Mar del Plata me quedaban los últimos preparativos. El 20 de noviembre cargamos la moto y los enseres en la furgoneta y nos fuimos a Normandía a embarcarlos. Allí fue dónde comprendí la verdadera dimensión de esta carrera. Éramos diminutos frente a los mastodónticos equipos de trailers y trailers de asistencia, ejércitos de personas y toneladas de material.
Pasé las navidades en familia, más nervioso de lo que nunca había estado, y como para confirmar el día de los inocentes, el 28 nos comimos una huelga de Iberia que retrasó un montón nuestro vuelo a Buenos Aires.
No es que no me fíe de los argentinos, me hubiese pasado lo mismo en cualquier país, pero hasta que no estuve de nuevo al volante de la furgoneta camino de Mar de la Plata no estuve tranquilo. Los procesos burocráticos me ponen nervioso, no los controlo, y solo nos quedaban un par de días para salir.
Nos pegamos la paliza para hacer los 600 km de un tirón, y cuando llegamos hacía mucho que se había puesto el sol. Nos quedaba trabajo, sobre todo reordenar los aparatos de navegación para que entraran bien dentro de la araña. No había forma de encajar todo y me llevó mucho más tiempo del que esperaba, pero aunque parezca mentira, esa noche no estaba nada nervioso, todo lo contrario.
¡Tenía unas ganas locas de correr! Y volvamos al podio... Yo pensaba en que lo había logrado, allí estaba por fin, quizás por eso toda la comedia de presentación que se celebraba a mi alrededor me sobraba. Había una cantidad ingente de personal que se había congregado en la salida. Me vitoreaba como si fuera alguien importante.
No es que me incomodara, pero resultaba ridículo que se centraran en mí, o en mis compañeros de viaje. No habíamos demostrado nada, ni siquiera habíamos arrancado el motor. Mi cabeza solo pensaba en la carrera, en demostrar que esos dos años de penurias, trabajo y sudor, no habían sido en balde.
Sin embargo, todo ese empuje se deshinchó cuando al finalizar la primera etapa, me enteré que había fallecido Jorge Martínez.
Era un piloto que afrontaba el Dakar más o menos en mis mismas condiciones. Además había salido justo detrás de mí, era el dorsal 175. La tragedia no me hizo perder las ganas de seguir adelante, pero empezar así siempre te hace pensar aún más.
Los comisarios de la ASO nos había avisado que en la etapa inicial iba a haber mucho polvo y, en nuestro caso más. Nosotros íbamos en la cola de la clasificación de motos, y encontraríamos aún más por tener que lidiar con los primeros coches, que nos iban a adelantar.
Yo creo que fue el polvo el causante de que perdiera visibilidad y el control de la moto. Su pérdida nos afectó a todos, pero reforzó, si cabe, la idea que yo tenía de cómo afrontar el Dakar, porque la verdad es que me sorprendió la velocidad a la que me adelantó, parecía que estaba en una manga de motocross.
Lo tenía claro, no iba a correr riesgos innecesarios. Quería acabar, eso era lo importante independientemente del resultado. Para conseguirlo, me olvidé de quién tenía delante y detrás, nunca sobrepasaba mi límite, y siempre salía respetando mi ritmo. Era como en las películas de chinos, un dedo en cada sien y la mente fija en mi propósito.
El problema con que me encontré al principio es que tenía que seguir un ritmo lo suficientemente rápido como para que no me atosigaran los coches y los camiones. Si te duermes en las especiales te pillan enseguida, te pasan, y su paso va estropeando la pista.
Empiezas a ir por un camino de cabras y el desgaste físico es brutal. Si no eres capaz de ir más deprisa este esfuerzo extra te pasa factura a los pocos días, y te quedas fuera de carrera.
¿Estás bien? No me cansé de repetir esta pregunta a lo largo del rally. Ayudé a muchos, a todo el que veía parado o en el suelo. Me detenida para saber si estaba bien, y si veía que hurgaban en la moto, les preguntaba si necesitaban alguna herramienta.
Como cada uno se sabe los entresijos de su moto nunca les ofrecía ayuda, no quería acabar de empeorarlo. En el Dakar aprendí que tienes que valorar lo que haces, ayudar a alguien puede suponer que ni él ni tú acabe la etapa, pero aún así he de reconocer que hice alguna locura, la mayor desde luego en la quinta etapa, antes de Copiapo.
Me encontré con un chaval italiano que había roto la inyección y estaba tirado y desesperado. No recuerdo su nombre, pero sé que era su primera participación en el Dakar, y que era uno de los de cabeza de carrera. Decidí remolcarlo con una cuerda, pero el terreno era malísimo, y el control donde lo esperaba su padre con un inyector nuevo estaba a unos 25 o 30 km.
La buena obra me costó cerca de una hora. Ya tengo unos años, y no pude dejar de ponerme en la piel del chaval, no pude dejarlo atrás, porque ya habían pasado unos cuantos por delante de él sin pararse. Y
o lo hice, y quizás no pude hacer otra cosa porque para mí esa era la esencia del Dakar, aunque también te digo que lo sería, pero ya no lo es. Es verdad que perdí un montón de tiempo, pero cuando llegué al control, además de su padre había una gran multitud, me sentí muy buen entre el griterío y los aplausos, esos me los merecía. Todo el mundo se me echaba encima y, ¡me emocioné! Sí, perdí una hora, pero me daba absolutamente igual.
Justo antes de empezar la carrera había puesto un filtro de gasolina. La organización me lo recomendó y no me costaba nada. Se suponía que me iba a dar más tranquilidad con tanto polvo.
¿Tranquilidad? No había hecho dos kilómetros desde la salida cuando la moto se paró en el primer enlace. ¡No era posible! Ni siquiera antes de la carrera, en las noches sin dormir dándole vueltas a la cabeza con lo que podía pasar y cómo remediarlo se me había ocurrido algo así.
La arranqué de nuevo, pero 150 km después volvió a detenerse. Con el mosqueo que tenía, empecé a darle vueltas al tarro pensando qué podía pasar, y decidí que se había formado una burbuja de aire en la gasolina por las compresiones que llegaban del carburador. No le di más importancia, y volví a darle al botón mágico.
Reemprendí la marcha, pero volvió a desfallecer, y así varias veces, cada vez con más frecuencia, hasta que la batería dijo basta. No hacía más que pararme, me iban a adelantar hasta los peatones, así que no me quedó otra solución que sacar las herramientas y desmontar el filtro de gasolina. A partir de entonces la moto fue como la seda, pero aquel día quedé el último. Eso sí, con la tranquilidad de haber solucionado la avería.
Pero cuando realmente tuve serios problemas mecánicos fue el cuarto día, justo en la frontera de Argentina y Chile, en el desierto de Atacama. Teníamos que soportar temperaturas cercanas a los 50º C; un bochorno que acabó pasando factura a mi «Kawa», que empezó a «deshidratarse » después de superar los primeros 30 kilómetros. Llegué a la cresta de una duna y me tuve que parar, el indicador marcaba 130º C y sabía que iba a reventar.
No sabía qué pasaba, pero sí que si seguía no iba acabar ese día. Abrí el radiador y le eché mi agua fresca de beber, con lo que logre bajar la temperatura como 40º C, lo suficiente como para proseguir la marcha. Pero solo había puesto un parche, al rato no quedaba prácticamente agua en los radiadores, y al final tuve que echar toda el agua que tenía, incluso meé como último acto de desesperación, pero en ese preciso momento también supe que ya no había nada que hacer. ¡Todo había acabado!
En mi Dakar he tenido muchos momentos de desesperación, pero allí nunca hay que perder la esperanza. Cuando pensaba que mi seca Kawasaki iba a dormir en la arena el sueño de los justos, se me apareció la Virgen, eso sí en forma de dos argentinos que mascaban hoja de coca. Te puedes imaginar qué personajes, pero lo importante no fue lo que me pude reír con ellos, sino que me dieron suficiente agua para seguir y acabar la especial.
No fue coser y cantar, el día se salvó con leves quemaduras, sobre todo en las manos, y al llegar al campamento tuvimos que cambiar la junta de la culata, lo que nos llevó mucho tiempo, tanto que después de la paliza solo pude echar dos horas de sueño.
Entre las dunas de Atacama pensaba que mi Dakar había terminado, y no, pero otros no tuvieron tanta suerte, como Joan Pedrero. Cuando llegaba hasta él y su moto parada pensé que era Marc Coma, pero a medida que me iba acercando conseguí ver el dorsal, y supe que era su mochilero.
No lo pensé dos veces y fui a socorrerlo. Me dijo que había roto el motor y que tenía que llegar a meta como fuera. Miguel Puertas también estaba allí, y decidimos atarla a la Yamaha de Miguel con una cuerda. La verdad es que la moto de Pedrero estaba inmaculada. Mientras, yo, empujaba por detrás.
Estuvimos casi una hora dejándonos la piel, pero no había forma de cruzar los escasos 200 o 300 metros de dunas que había antes de alcanzar una pista de terreno duro que te llevaba directo a la meta.
Ni lo estábamos consiguiendo ni teníamos ninguna oportunidad de lograrlo, así que Joan decidió que parar un quad era una buena alternativa. Como ya tres éramos una multitud, Puertas se fue, y nos quedamos los dos un buen rato esperando que llegase uno.
No pasaban muchos, pero además no paraba ni uno, y eso que corría hacia su trayectoria intentando cortarles el camino. Al final paró la única chica de la categoría, pero nos dejó bien claro que, sobre dunas no remolcaba a nadie. Al final no tuvo más remedio que abandonar.
La moraleja que saqué de aquel día fue que no había la camarería que me imaginaba, cada uno iba a lo suyo y éramos pocos los que pensábamos que ayudar a los compañeros era casi una obligación.
El Dakar se ha profesionalizado tanto que cada uno va a lo suyo. Uno de los mitos que tenía de la carrera se había desmoronado.
La verdad es que había salvado las primeras etapas con bastante éxito y sin sufrir más de lo conveniente, esperando la llegada de las ansiadas dunas. Suponía que los mayores retos estarían en esas etapas, pero al poco tiempo de navegar por la densa arena, el miedo a lo desconocido pasó a ser toda una quimera. Sin duda allí fue donde más me divertí.
No recuerdo haber sufrido caídas fuertes, aunque tampoco es que tenga una memoria prodigiosa, pero sí muchísimas tontas y torpes, sobre todo en el desierto. La típica era al llegar al borde de la cresta de una duna, no sabes qué hay detrás, te paras, y... ¡al suelo! En algunas etapas sufrí de lo lindo, pero no hubo nada igual a lo de la etapa Maratón, ni siquiera el calentón de la moto en Atacama.
Había que salvar un par de ríos, y además bastante caudalosos. Encima estábamos bastante altos, y hacía un frío que pelaba. Cuando llegué al primero no me arriesgué lo más mínimo y lo crucé a pie para no correr riesgos innecesarios. El siguiente era enorme y aún más caudaloso, tanto que solo lo logró cruzar sobre la moto Marc Coma, todos los demás lo hicimos empujando.
Había muchísima agua, pero lo peor era imaginarse su procedencia, porque apestaba. El líquido ese me llegaba al pecho, y, había visto como muchos de los que iban delante habían resbalado y se los había tragado el río. Daban un traspiés y desaparecían en esas malolientes aguas, iba acojonado. Y las cosas no me fueron mejor, corrí la misma suerte que los de delante.
En esos instantes, más que nunca, más que en las dunas, creí que el Dakar había acabado para mí. Sacar la moto de esa cloaca me destrozó. No podía con mi alma, estaba agotado, helado y desmoralizado. Sabía que tenía que desguazar el motor para quitarle el agua y continuar, pero se hacía eterno y cuesta arriba.
En esos momentos piensas de todo, en la suerte, en tus pocos medios, en todo. Pero el problema no fueron las dos horas largas que estuve dándole a la llave inglesa, sino que durante todo ese tiempo tiritaba de frío, y creía que mi cuerpo no aguantaría otra etapa más. No andaba muy descaminado, después de sucumbir en el río mi cuerpo dijo basta.
Los últimos tres días no me podía quitar ni fiebre ni un buen resfriado. Me había pasado todo ese día mojado, tiritando, y cuando llegué al final de la etapa, creí que iba a morirme.
La etapa Maratón fue especial, pero de todas maneras cada día me tiraba encima de la moto unas 12 horas. Salía a las cinco de la madrugada y llegaba a cinco de la tarde. Me alimentaba a base de barritas energéticas, bastante distinto a lo que hacían los pilotos de cabeza.
Los oficiales llegaban mucho antes, y se podían permitir un buen almuerzo mientras su equipo se encargaba de preparar su moto para la siguiente especial. Afortunadamente llevaba conmigo lo imprescindible para desmontar la moto en una bolsa que iba sujeta al guardabarros. Y en la riñonera llevaba: aceite, un par de litros de agua, papeles, dinero y mi dieta, las barritas energéticas.
Me acostumbre a mi día a día, si es que una persona se puede acostumbrar a algo así. Llegaba a la meta, y luego te tenías que comer un enlace de unos 150 kilómetros más o menos para llegar al vivac. Después tenías que cruzar un parque cerrado, y allí descargabas los datos del GPS en una centralita, y te daban el roadbook de la etapa siguiente.
Para bajarte de la moto tenías que llegar a un recinto cerrado donde trabajábamos, comíamos y dormíamos. Cada noche estaba más cansado, me cambiaba rápido y me iba a comer algo a un autoservicio que esta abierto toda la noche.
Al principio la verdad es que comía bien y abundante, pero a medida que fueron pasando los días, la manduca fue decayendo en cantidad. No quiero ni contarte qué me hubiese cenado cada día un buey si lo hubiese pillado. Encima comía tenso y rápido, aún me quedaba desmontar la moto para buscar posibles problemas sufridos durante la etapa. Gracias a Dios contaba con Sergio, pero Sergio es un buen amigo, no es un mecánico profesional, pero sí un buen amigo, por eso sabía que podía contar con él para lo que fuera, lo conozco de toda la vida.
Realmente su función era echarme una mano cuando llegaba. Miraba las suspensiones, cambiaba los cojinetes de las ruedas, iba por neumáticos nuevos, y, sobre todo preparábamos la hoja de ruta del día siguiente, donde dedicaba un buen tiempo en marcarla con distintos colores dependiendo de lo peligroso del terreno.
Y lo suyo no era un viaje de placer, tuvo que cruzar tres países con la furgoneta para darme asistencia. Sea como fuere, pocos eran los días que me iba antes de las dos de la madrugada a la cama; y mi hora de salida era normalmente a las cinco, echad números. Pensarás, ¿cómo se soporta este ritmo a lo largo de dos semanas de carrera?
Pues se sobrelleva a base de fuerza mental. Cuando me levantaba me encontraba muy mal, pero una vez que me disfrazaba y me subía a la moto, se me pasaban todos los males, bueno, o casi todos. La verdad es que llegó un momento en que vivía día a día, sin pensar en los siguientes retos. Acabar entero una etapa más era mi único objetivo.
Cuando salí de casa ya pensaba que ésta era, posiblemente, la carrera más dura del mundo, por eso mis héroes estaban en ella, pero una vez que estás dentro ves que es mucho más dura de lo que te pueda decir cualquiera.
Es tan dura que he visto tíos como armarios llorar de desesperación, de cansancio, agotados hasta el punto de no poder andar un metro más, y no hacerlo. Es brutal, es muy dura, pero también te digo que si quieres ir, puedes.
Si la sigues, la consigues, no dejes que nada ni nadie rompa tu sueño. Ahora, también te digo sinceramente que lo que no te aconsejo es que lo hagas como yo, porque es un suicidio. Ha sido una inconsciencia, y me ha salido bien de puro milagro.
No te compliques la vida, participa con una moto preparada para hacer este tipo de carreras, alquila un equipo de asistencia que os lo haga todo. Solo te tienes que preocupar de que la carrera no acabe contigo. Yo, pasara lo que pasara, creía que iba a terminar, aunque fuera enganchado al camión escoba, lo tenía muy claro, quizás por ello en las últimas etapas me convertí en un verdadero zombie.
Cada día el dolor empezaba en las rodillas, luego se añadían las muñecas, los brazos, la espalda, el cuello. Llegaba un momento que el cuerpo se me autoanestesiaba para no desfallecer.
Creo que si el rally hubiera durado un día más la moto habría muerto, porque en la última meta, en Lima, la junta de la culata tiraba aceite, los radiadores estaban machacados, el roadbook no funcionaba, muchos plásticos se sujetaban con bridas. Era un despojo, pero me había llevado hasta allí. Físicamente yo no estaba mucho mejor, la verdad es que estaba fatal.
No tenía fuerzas ni para comer, solo me mantenía la testarudez de maño. Cuando vi que ya solo quedaban tres etapas para llegar al final, me dije: «Vas a ir hasta donde diga el cerebro, no los músculos». Y la cabeza no dijo otra cosa que seguir hacia delante.
Cuando acabé la carrera me dio el bajón, no podía cerrar las manos, me dolía todo el cuerpo, ni siquiera hablar, solo tosía. En la última etapa solo quería que acabase todo, coger la furgoneta, la moto, embarcarlo todo e irme al hotel a descansar.
Pero había llegado al final y tampoco podía dormir, tenía toda la noche por delante, una noche de pesadillas enlazadas, una tras otra. Podio, cargar la moto en la furgoneta, llevarla al puerto, coger el avión. Lo único que quería era llegar a España y volver a la vida normal.
Cuando regresé a mi pueblo me hicieron una bienvenida en la plaza con pancartas. El ayuntamiento montó un homenaje, me dieron una placa y me hicieron firmar en el libro de honor.
¡No esperaba tal recibimiento! Había gente que pensaba que iba hacer el ridículo, que no iba a terminar o que, simplemente, estaba loco. Puede que loco, un poco, ¿pero terminar? Eso lo tenía muy claro.
Yo fui al Dakar a terminarlo. Ya han pasado unos días, me voy adaptando a mi nueva rutina. Hoy buscando en un cajón he encontrado unas viejas fotos. En una estaba yo con muchos, muchos años menos. Me he mirado en esa cara de niño y he recordado el anhelo que ya tenía a esa edad.
Le he dicho en voz baja, quizás para calmarle, que su sueño era aún mejor de lo que él pensaba, y juraría que me ha contestado aquello de «ten cuidado con lo que deseas, puede convertirse en realidad».