Buscando a Joey Dunlop: Irlanda y sus carreras

Un matrimonio de aficionados, a lomos de sendas motos, ha estado en Irlanda siguiendo la estela del llorado Joey Dunlop y disfrutando de las «road races».

Texto y fotos: Juan Miguel M. Camarasa

Buscando a Joey Dunlop: Irlanda y sus carreras
Buscando a Joey Dunlop: Irlanda y sus carreras

Antes de nada, debo decir que, en contra de lo que imagino es habitual, nuestro viaje empieza en París, donde vivimos desde hace algo más de un par de años, y no desde una ciudad española. La idea de este viaje a Irlanda fue de mi esposa. Pensó que sería bonito celebrar el viaje de novios haciendo una ruta que tuviera como objetivo ir a ver una de las carreras de los campeonatos de la República de Irlanda y de Irlanda del Norte de «road races», y el resto de días de las casi tres semanas previstas, hacer rutas en moto por la isla.
Disfrutamos de dos grandes ruteras como son la Suzuki SV650S de mi mujer y mi Honda VTR1000SP-2. No obstante, las hemos adaptado para hacerlas más confortables. Llevamos dos GPS. Uno analógico y uno digital. El analógico consiste en un folio pegado con cinta adhesiva en el depósito de la moto de mi mujer con el itinerario escrito a boli. El digital, es un Tomtom que me regaló mi padre. Soy capaz hasta de perderme para entrar a la pista en Montmeló para unas tandas y meterme por el vial de servicio ante la atónita mirada de los allí presentes, que no eran pocos.

Primera etapa: nos vamos hasta Bayeux, en la región de Normandía, a media hora escasa de Cherbourg, donde al día siguiente tomaremos el ferry para Irlanda. Como de costumbre, es mi mujer con la SV quien va delante marcando el ritmo. Por tres razones: La primera es que así la controlo y puedo ver si le pasa algo, ya que yo por mis retrovisores no veo gran cosa; la segunda razón es que con ella puedes estar seguro de que por exceso de velocidad no te van a multar jamás. Y la tercera y más importante, que si nos perdemos no me riñe.
El día siguiente, era el día grande. Llegamos a Cherburg como cinco horas antes de que saliera el ferry, así que teníamos todo el tiempo del mundo para comer tranquilamente una pizza. Dos horas antes de la salida del ferry nos dirigimos a la zona de embarque. Mi mujer subió por la rampa metálica justo delante de mí a una especie de parking, donde unos operarios nos distribuían a un lado o a otro. Te decían dónde ponerte, justo en el medio de un par de argollas donde deberías sujetar la moto con una cincha y unas calzas. También te facilitaban unos cuadrados grandes de fieltro para proteger la moto. El problema es que te dejaban a tu libre albedrío y ningún operario te decía cómo había que sujetar la moto… Cada vez que tensaba la cincha, la moto se inclinaba más hacia la derecha, que es el lado contrario a donde está la pata de cabra. Aflojé cincha, la puse para apretar desde el otro lado y la moto seguía levantándose para caer hacia la derecha. Las primeras gotas de sudor comenzaban a colarse por la rabadilla. Ayudándonos de unas calzas de coche y una de moto conseguimos sujetar la moto por el basculante y, por fin, pudimos subir al camarote.

Ya en Irlanda, cogimos las motos y nos encontramos con la primera rotonda, que había que tomar girando a la izquierda y no a la derecha como estamos acostumbrados. Ciertamente en Irlanda conducen raro. No solo circulan por la izquierda, si no que, si vas en moto, se echan a un lado para dejarte sitio y que adelantes. Curioso.

Clifden es un pequeño pueblo al oeste de la República de Irlanda, con una preciosa bahía en el Parque Nacional del Connemara. En la primera semana nos alojamos en una antigua casa de guardacostas, de la época de la colonización inglesa. Las vistas de la bahía eran preciosas.
En la última ruta por el Connemara, fuimos hacia el norte, por el interior, con la intención de después volver por la costa. Después de una carretera en buenas condiciones, encontramos un lago con una especie de playa de piedras en el que no había nadie, a excepción de las ovejas y cabras en el monte de al lado, como en todo el resto de Irlanda. Paramos, bajamos al lago y nos quitamos las botas y las cazadoras para refrescarnos un poco. Me quité también la camiseta. En ese momento noté como dos pellizcos en la espalda, luego otro en el brazo, otro en la pierna… Unos mini tábanos estaban empezando a comerme vivo. Once picaduras me llevé.
Llegó el lunes. Nos dirigiríamos a Armoy, en Irlanda de Norte, para la semana de las carreras. Una sorpresa que mi mujer me tenía reservada era ir a Ballimoney, donde nació y vivió Joey. Desde 2009 se llama solamente «Dunlop Memorial Garden», ya que su hermano Robert, fallecido en 2008 en la NW 200 también ha recibido el homenaje de sus paisanos.

Fue fácil de encontrar. Aparcamos enfrente del parque, formado por árboles y flores de todos los colores. Más que un parque, daba la impresión de ser algo así como un jardín, muy bien cuidado por cierto. Fuimos a la derecha, en la que se podía ver a la estatua de Robert Dunlop, en medio de la plazuela, de pie, sobre un mapa del trazado de la North West 200, sujetando su botella como tantas veces hizo como vencedor de la carrera. A un lado, en un gran monolito de mármol negro con letras doradas, se podían leer todas sus victorias. Una vez pasamos el arco que imitaba una de las coronas de laurel con que se engalanaba a los antiguos ganadores de los GG.PP, nos encontramos con el monumento a Joey Dunlop, sentado en su moto, con la pierna derecha en el suelo, los brazos cruzados y una amable sonrisa. Unas pequeñas flores amarillas reposaban sobre el manillar de su VTR. De fondo, en un enorme muro de piedra con tres grandes placas de mármol negro, se hacía un repaso a sus 26 TT, y 196 carreras ganadas hasta su fatídica muerte en Estonia en el año 2000.

Visita obligada era ir al antiguo bar de Joey Dunlop, que continua regentando su familia. Yo tenía una ligera idea de cómo era, por fotos. Fachada de color crema y un rotulo «Joey’s Bar» bien grande. Encontramos el museo, el supermercado, el Ayuntamiento, dos iglesias, cuatro bares, farmacias y comercios de lo más variopinto. Después de dar dos o tres vueltas al pueblo, conocerlo de memoria y estar cocidos de calor nos dimos por vencidos y regresamos a Armoy sin haber encontrado el bar.

El miércoles el pueblo de Armoy se llenó de motos de todas las épocas. Era una gozada ver BSA, Triumph o Suzuki y Yamaha de GP de los años 70. El pueblo estaba literalmente tomado por las motos. A ver, tampoco era muy difícil, ya que son dos calles, pero el ambiente era una pasada y la gente… espectacular. Las que vendían el merchandising de la carrera nos invitaron a pasar al local de la asociación que organiza la prueba a tomar un café y unos pinchos.

Levantarse al día siguiente no fue muy duro, a pesar de haber terminado la jornada anterior un poco tarde. Desde luego, yo no podía marchar de allí sin tener un vídeo «on board» del circuito de casi cinco kilómetros. Sin embargo, no disponía de una cámara de vídeo, lo cual no deja de ser un problema, aunque eso no iba a detenerme. El móvil tiene cámara, así que un problema menos. Utilicé el soporte del GPS para el móvil, adaptándolo con cinta americana y cartón del tubo interior de un rollo de papel higiénico. Después de comprobar que estaba enfocando bien y que no iba a hacer una vuelta grabando al cielo, allá fuimos. Salí de «Robbo’s Corner» y aceleré para dejar el pueblo, subí por una carretera estrecha, de asfalto lamentable y con alguna que otra alcantarilla, hasta «Turnarobert», donde el asfalto es digno de tal nombre y si se pasa fuerte hay un salto en curva. Frené, porque estaban poniendo protecciones en farolas y no quise doblar la moto. Curva enlazada derecha a izquierda, cerrada, levanté la moto y aceleré para subir una pequeña cuesta dentro de un túnel que forman los árboles de los laterales de la carretera. Frené para esperar a mi mujer. Llegó y aceleré, siempre en recta, la subida se convierte súbitamente en bajada en «Lagge Jump», frené porque hay operarios poniendo protecciones. Aceleré hasta la curva a izquierdas «Balaney Cross». Llegué a «Kennedy’s Corner» curva muy abierta con alcantarilla en el ápice. Enfilé la recta de meta y desaceleré para entrar al pueblo y parar en «Robbo’s Corner».

¡Y llegó el viernes! Por la mañana el carnicero te dice «race day, eh?», las motos empiezan a llegar…
Lo bueno de esta carrera, según nos habían comentado, es que los pilotos están mucho más relajados que en el TT. Estaban prácticamente todos: el cinco veces ganador del TT (y cuatro este último año) Michael Dunlop, su hermano William, Guy Martin… de los «gordos» solo faltaban McGuinness y el australiano Cameron Donald. La sorpresa fue ver en el programa a Jeremy McWilliams, con sus 50 años.
Total, que pasan los primeros coches de la policía y los Marshall, para ver que la pista está toda en condiciones y por fin ¡salen las primeras motos! Carretera de dos carriles, sin arcén, llegan a ¿cuanto? ¿240 km/h? En la curva de izquierdas.

La mayoría de camisetas, gorras, incluso las réplicas de moto típicas de los quemados, no eran de Rossi o de Lorenzo. O de McGuinness. Que desde luego había, como del resto de pilotos, pero la estrella era, sin lugar a dudas, Joey Dunlop. De hecho, hablabas con la gente y era como si todavía estuviera vivo…

305 km/h

Tengo leído que en los pilotos dejan un margen de seguridad, que no van al límite... Y un cuerno. Al límite de las motos no sé, pero las de 1000 llevan preparación SBK y a final de recta llegaban a más de 305 km/h. En una carretera sin arcén. Lo del salto era alucinante. Inclinados en curva… pero volando, para después desaparecer en «Church Bends». El asfalto para los tractores bien, pero para carreras de moto… brillaba que daba miedo.
Después de un gran día de carreras, con un tiempo y temperatura perfectos, fuimos al bar. Una persona nos presentó a Michael Dunlop. Es igual que el resto de los irlandeses: Un tío súper simpático. Estuvimos echando unas risas, a carcajada limpia. Nos hicimos unas fotos con él, que, por cierto, salieron horribles.

Ya en Irlanda del sur nos empezó a llover. Y bien, además. Afortunadamente, unos 50 km antes de llegar a Killarney paró de llover y pudimos entrar en el «bed and breakfast» sin ensuciar demasiado…
Al día siguiente, cuando paramos a tomar el café, mi mujer y yo tuvimos un pequeño desacuerdo con la ruta. Yo quería ir por la que estaba marcada de color rojo estrecho, es decir, lo que viene siendo todavía una carretera. Y ella quería ir por una que estaba marcada en blanco, lo que viene siendo para las cabras. Al final, por una vez y sin que sirva de precedente, elegimos la opción más lógica. Y menos mal, porque si en esta casi nos «esmorramos» cuatro veces, no me quiero ni imaginar cómo sería de haber ido por la otra. El paisaje era precioso , con montañas que entraban en la mar, lagos… Pero la carretera tenía más trampas que una película de chinos. Mi mujer casi se va de frente contra un coche cuando pilló un bache que la mandó hacia el exterior de la curva. Yo casi me voy al suelo cuando vi un socavón y rápidamente tiré del manillar hacia la derecha para poder esquivarlo. Después de seis horas de ruta para 160 km, parando, sacando fotos, etc., estuvimos las últimas dos horas, sin parar, para 60 tristes kilómetros, detrás de un coche. Fue un infierno. Todas las líneas eran continuas. Y cuando las líneas no eran continuas, venían coches de frente. Cuando no venían coches, otra vez línea continua. Parecía una broma. No sé quién lo conducía, pero me apetecía más bajarme de mi moto y coger un tren.

El jueves marchamos hasta Rosslare, para estar cerca del ferry, que cogería mos al día siguiente. Esta vez, atar la moto fue mucho más sencillo. El resto del viaje no fue gran cosa, carretera recta atravesando Normandía para llegar a casa. Con tristeza por lo que dejábamos atrás, pero felices por todo lo que habíamos vivido.
Fueron 3.499,3 km de un viaje que nos ha dejado una profunda huella. No por el paisaje, espectacular, o por su cerveza, excelente, sino por su gente. Por su sencillez, porque hacen que te sientas que llevas allí toda la vida. Y, también, por su forma de vivir las motos. A quienes conocimos en Armoy nos comentaron que el gobierno promociona y ayuda a las «road races», porque es un medio de unir a la gente y a los pueblos. Puede parecer exagerado, pero cobra sentido al ver cómo todo el mundo se vuelca en organizar una carrera que es posible gracias a la aportación económica de la gente, a sus terrenos y a su trabajo. Cada protección de una farola, de un árbol, es gracias a una persona que ha donado el dinero para ello. La mayoría de los pilotos devuelven a la organización los premios en metálico que han ganado, para que puedan celebrar la edición siguiente.

Volveremos

Un dato que quisiera destacar. Tanto la SV, como la VTR, con 125.000 y 75.000 km, respectivamente, al final del viaje, se portaron intachablemente durante las tres semanas. El único aceite que gastamos fue el de la cocina. Y por último, agradecer a todos los que han hecho posible, más que este viaje, este sueño inolvidable. A todos vosotros: gracias.