En moto por Turquía

Increíble relato que nos ha enviado un lector de un viaje en moto por Turquía.

Ricardo Fite González

En moto por Turquía
En moto por Turquía

Todo empezó una mañana de sábado en 2007, cuando hojeando una revista de los años 80 leí la experiencia de dos parejas de Barcelona, que con sus Vespa habían conseguido llegar a Estambul alojándose en campings, se despertó en mí una curiosidad sin límites.

Una imagen del Monte Ararat hizo plantearme que ese lugar tan emblemático debía de ser mi meta a alcanzar. Según la Biblia, el Monte Ararat (5.138 m) fue el lugar donde se posó el Arca de Noé después del Diluvio Universal. Este monte se encuentra entre tres países: Armenia, Irán y Turquía. Oficialmente pertenece a este último y defienden esa zona con fuerte presencia militar por encontrarse en pleno Kurdistán.

Salí de Barcelona y el primer contratiempo lo tuve antes de llegar a la Junquera, pues me saltó la reserva de la gasolina. «¡Horror!», pensé. Pero como iba tan eufórico no bajé la velocidad de crucero. Evidentemente sucedió «lo fatal»: me quedé sin gasolina.

Esa noche la pasé en Perpignan y a la mañana siguiente di gas hasta Génova. Por la mañana continué hasta Venecia entre colas de coches de más de 12 km. Crucé a Eslovenia y dormí en Postojna, en un camping muy acogedor en medio de un bosque de antiguas hayas. Rodando dirección hacia Croacia se me coló una abeja de tamaño descomunal en el casco picándome en la oreja con todas sus ganas y recursos. Un calorcito «muy agradable» empezó a hacerse cargo de oreja y alrededores. Paré como pude en la cuneta soltando todo mi extenso repertorio de improperios, asimismo tuve la oportunidad de escuchar cómo los conductores croatas que iban detrás mío también disponían de un gran repertorio autóctono con el que me obsequiaron por mi «improvisada» maniobra. A pesar de todo continué desde Croacia rumbo a Serbia, con la cara roja, hinchada y calentita.

Llegué a Belgrado con una tormenta espectacular y con un frío que no me abandonaría hasta la llegada a Turquía. Confié equivocadamente en las habituales olas de calor de los meses de junio, y, lamentablemente, en esta ocasión no llevaba el equipo de moto adecuado.

Decidí pasar la noche en Serbia en un curioso motel de carretera con aires comunistas. Llegué a Sofía donde encontré una casa de citas reconvertida ahora en hotel, curiosamente mantenía la decoración del antiguo negocio, por lo que me quedé un tanto sorprendido. Como fue la policía Búlgara la que me informó sobre el lugar en cuestión, decidí no pensar más y me fui a dormir. Al día siguiente, aunque continuaba la tormenta, me equipé bien y continué viaje hacia la frontera con Turquía.

Seguí la ruta hacia el sur. Me decidí a ir por el estrecho de Canakkale. Tras un corto viaje en ferry, encontré las ruinas de Troya y una interesante réplica del Caballo del mismo nombre. Llegué ya anocheciendo y me costó encontrar un camping, cuando finalmente lo conseguí me quedé muy impresionado, pues siendo honestos, fue el más duro y sucio que he encontrado jamás. Unos chiquillos me ayudaron a descargar la moto y como parecieron muy ilusionados de verme por allí, les obsequié dejándoles subir en la moto y les animé a que disfrutaran dando gas un ratito.

El Castillo de Algodón, esa es la traducción en turco de una montaña que no para de «sudar» agua, con un altísimo grado de cal que da al paisaje un aspecto de nieve perpetua. Sobre la piedra de color blanco radiante cae el agua de forma continua, haciendo que el entorno sea de una belleza sin igual. Todo a su vez está rodeado de ruinas romanas que aún se conservan en muy buen estado.

Por la tarde fui a visitar Denizli. Me entretuve largo rato visitando aquel exótico paraje y sin darme cuenta se me hizo de noche. Todo era tan mágico, que llegó un momento en que me extravié y no conseguí dar con la moto. Como ya me sentía más cómodo en aquellas tierras, intenté no perder los nervios y no alejarme demasiado de las zonas que me resultaban familiares. Finalmente en un par de horas pude encontrar a mi ya solitaria Honda.

Al día siguiente continué mi ruta y dejé atrás los montes Taurus. El paisaje del sur y la costa mediterránea eran espectaculares, costas recortadas, playas turquesa y espectaculares acantilados me acompañaron durante todo el trayecto. Finalmente llegué a un rincón muy especial: «La grieta de Kaputash». Se trataba de una brecha abierta en la montaña que formaba un acantilado de gran altitud. En ese peculiar lugar fue donde la batería de la moto pareció decir basta. Un soldado con metralleta en mano y varios turistas allí congregados, detectaron que algo fallaba y tuve que acabar pidiéndoles ayuda.

Tres soldados afortunadamente entendieron mi problema con la moto y pasaron a dar el alto a los coches que pasaban y pidieron cables para cargar mi batería. Después de dos horas y de algunos intentos frustrados llegó otra furgoneta con más soldados. Al ver que la noche se echaba encima intentaron subir la moto a una furgoneta, pero la moto no cabía de ninguna manera. La volvimos a bajar y de repente se acercó uno de ellos con unos cables en buen estado y pudimos arrancar por fin. Cuando oí el sonido del motor de mi Honda casi me cayó una lágrima de la emoción.

Por la mañana puse rumbo a las ruinas de Myra. A unos de 300 metros de la entrada aparecieron tres individuos que a voces me ofrecieron bebida y descanso en su bar. Ese día comí solo en una especie de cuadra, por la tarde entró un tal Newzat, un turco que no hablaba nada de inglés. Eso no impidió que nos hiciésemos buenos amigos ya que nos entendíamos por gestos sin ningún problema. Me llevó por todo el pueblo. Según ellos Santa Claus (Papá Noel) está enterrado allí.

Por la noche volvimos al bar-cuadra, donde nos encontramos con los dueños. Newzat me propuso ir a Olympus. Valió la pena ver un paraíso «hippie» en medio de paredes altísimas que daban al mar, estaba lleno de acogedores chiringuitos. Todo el mundo estaba de fiesta aunque eso sí, con la policía bien cerquita. Esa noche me quedé con ellos y dormimos en unos bancos al raso. Entrada la mañana volvimos otra vez a Myra al bar-cuadra.

Una vez en Myra nos reunimos con otros seis colegas de Newzat, y entre todos empezaron a sacar cervezas. Después de algunas de más y de un ambiente más que distendido hablando de artes marciales, me levanté y envalentonado por la embriaguez (y por qué no decirlo, por mi cinturón negro de judo que me ampara), les reté a todos ellos a que intentaran tirarme al suelo mediante la lucha turca. Ellos aceptaron encantados, por supuesto. Fue un momento muy divertido. Lo más surrealista de la tarde estaba por venir. El dueño se acercó y me dijo: «Ricardo, tú hablas bien inglés, ven a trabajar con nosotros, te daré 700 euros al mes».

En ese momento me reí con ganas y miré hacia el otro lado, pero él continuó con su idea. «Vamos a probar» dijo, «ahora dile a estos alemanes que si quieren les damos de comer, les mostramos las ruinas y les damos un paseo en barco por las ruinas de la costa». Accedí divertido a ayudarles. Estuve toda la tarde explicando lo mismo a diversas familias con bastante éxito. Aunque, como era de esperar se nos fue todo de las manos, cuando me di cuenta de que estaba haciendo de guía turístico en unas ruinas de las que no sabía absolutamente nada. Evidentemente un grupo de italianas realmente cañeras, también se habían dado cuenta de mi ignorancia.
Al día siguiente Newzat me coló en un barco que nos llevó a ver ruinas romanas bajo el mar y nos pudimos bañar en un entorno encantador. Esa noche dormí en Antalya y al día siguiente llegué a la Capadocia, ya estaba en el centro de Turquía.

El paisaje era precioso y presentaba un curioso aspecto lunar, muy diferente al de las zonas que había visitado hasta entonces. Tuve la oportunidad de visitar una vivienda subterránea con seis pisos de profundidad y en la que me aseguraron que en su día vivieron muchísimas personas. Aparentemente, este tipo de vivienda les permitía refugiarse del calor en verano y del frío en invierno, pero eso sí, no era apta para claustrofóbicos.

A primera hora de la mañana me puse en camino hacia Dyarbakir. La jornada resultó dura, carreteras difíciles y un ambiente no siempre agradable mezclado con una presencia militar que se me antojó cada vez más hostil. Me estaba acercando a la frontera con Irak, y la cosa no estaba para el turisteo. Esa noche dormí en Dyarbakir y al día siguiente llegué al lago Van. El paisaje me recordaba al que había visto en un vídeo de Mongolia: valles de un verde intenso y ríos que no olvidaré jamás. Al atardecer llegué a Dogubayazit, al pie del Monte Ararat. ¡Misión cumplida!

Se hizo rápidamente de noche y con bastante frío en el cuerpo, después de estar un buen rato buscando un lugar donde cenar, encontré un bar-motel de carretera en un entorno un tanto bélico.
La presencia de mujeres con burkas, militares y de niños trabajando de pastores, era constante, y ver la dureza de algunas escenas empezó a hacer que me sintiera más cansado. Imagino que es un síntoma propio de la primera motoaventura. Me refiero al hecho de salir de la seguridad y el confort de los paisajes europeos. Decidí subir a la costa del Mar Negro desde la frontera con Georgia y pasando a escasos metros de Armenia. Me esperaba un paisaje que pasó del más encantador desierto a unos magníficos puertos de montaña, con largos tramos sin asfaltar.

Dos días después, llegué al Mar Negro. No había ningún cartel que indicase Georgia, solo uno que señalaba la primera ciudad: Batum. Emocionado le pedí a una mujer que encontré allí que me hiciera una foto. Ante mi cara de sorpresa, se colocó bien el pelo y se puso ella de modelo para que la fotografiase. No pude resistirme y sonriendo, la inmortalicé. Pasaron los kilómetros y llegué a Giresun donde estaba la isla que atesoraba una interesante leyenda sobre las amazonas. Pasaban los días y yo cada vez rendía menos sobre la moto, mi rutina se convirtió en empezar a rodar sobre las 12 de mediodía y a las cuatro o cinco horas ya me encontraba absolutamente roto. Así y todo no dejaba de pensar angustiado, que aún me quedaban unos largos seis días para llegar a casa.

Cuando entré en Bulgaria, no negaré que sentí cierto alivio. El camino a casa fue largo y cansado. Había aprendido muchas cosas durante aquel viaje e incluso me sentía más maduro después de todo lo vivido. No sabía muy bien cómo le podría sacar provecho a toda aquella aventura, pero sentía que mi umbral de viajero del mundo había mejorado. Todo me resultaba un poco contradictorio: contento y a la vez desgastado, orgulloso, pero recuperándome del miedo que a veces había pasado y preguntándome seriamente si volvería a repetir aquella experiencia. Necesité una semana para recuperarme, pero todo valió la pena. Definitivamente: ¡Turquía me mata!