El paddock de MotoGP llegó al Circuit of the Americas después de dos años sin apenas salir de Europa más que para visitar Qatar. Allí, a la parafernalia habitual que rodea a Texas, la burbuja mundialista entró en un entorno en el que el Covid-19 parecía no existir: un ambiente lo más parecido a 2019, antes de que el maldito virus cambiase la forma de vivir de prácticamente todo el planeta.
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En medio de ese decorado que recordaba a una época que se antoja ya tan lejana, se toparon con un asfalto casi apocalíptico, que recordaba mucho más a cualquier carretera comarcal que a un trazado homologado según los estándares más altos que existen en el motociclismo de competición, en el que los baches se contaban por decenas e incluso aparecían grietas.
Un contexto dantesco que hacía sobrevolar la posibilidad de un plante que recordaba a épocas pretéritas y que quedó en la amenaza de no volver en cursos venideros si no se producía una mejora del terreno en forma de reasfaltado. Al final, el GP siguió como las cosas que no tienen mucho sentido, que diría el otro.
En medio de esa situación, a caballo entre 2019 y el apocalipsis, un piloto estaba en su salsa. Marc Márquez, evidentemente. El octacampeón, que siempre se ha movido como pez en el agua dentro del caos y que alcanzó su cenit en esa temporada antes de que todo cambiase en el mundo en general y en el suyo en particular, aterrizaba en su país fetiche con la necesidad de sepultar el fantasma que le persigue desde los albores del curso 2020.

Ver terminada su racha de poles no pasó de la categoría de anécdota. Consciente de que aún no ha recuperado la explosividad a una vuelta, centró sus esfuerzos en el domingo. Vencer ya había vencido en Sachsenring, pero fue un triunfo demasiado justo, cuasi agónico resistiendo ante un Miguel Oliveira que se había mostrado más rápido que él.
Era la hora de convencer.
La tercera posición de parrilla era suficiente de entrada, faltaba lo difícil. Recuperar su mejor versión en un terreno cargado de trampas que hacían planear la sombra de aquella extraña caída cuando lideraba que cortó su hasta entonces inmaculada racha que se remontaba 2013, cuando consiguió su primer triunfo en MotoGP en la que apenas era su segunda carrera en la categoría.
El plan A era sencillo, su ejecución no tanto. Llegar en cabeza a la primera curva y no volver a ver a ningún piloto hasta el parque cerrado. No pudo salir mejor: una arrancada perfecta y una frenada milimétrica para adueñarse del ápice del embudo de la curva uno para sacar a pasear un ritmo endiablado que hizo claudicar a un Fabio Quartararo que entendió rápidamente que tenía una guerra más importante que saldar cuentas con el de Cervera.

Para Márquez fueron 41 minutos de resurrección. Por primera vez en casi dos años, volvió a ser esa apisonadora de las curvas a izquierdas, donde encuentra décimas que para el resto sencillamente no existen. Fue la victoria más contundente en seco de la temporada, empatada con la de Quartararo en Portimao.
Las sombras se disiparon, los fantasmas desaparecieron y solamente quedó un sombrero de ala ancha, una placa de sheriff y el donut más dulce.
No fue una victoria cualquiera. Fue, como hace más de ocho años, la primera victoria. La que marca el inicio de su segunda venida. La lesión ya es parte del pasado y los problemas de la Honda (que siguen ahí) un contratiempo más al que hacer frente.
Los baches de COTA se convirtieron en suaves olas en comparación con el mayor bache de todos: el de una lesión que pudo haberle costado la retirada. Un bache convertido en una montaña cuya cima perdió de vista y que por fin parece haber hollado. Ahora llega el más difícil: mantenerse en la cima y recuperar el cetro mundial en 2022.