“Todo fue divertido hasta que viste / que mi guerra jamás acabaría, / porque yo era la guerra / y la guerra era yo. / Porque llevaba la polémica en las raíces / y jamás me bastó la mera existencia”, escribía Gata Cattana en su precioso poema titulado ‘La Satine’, incluido en ‘La escala de Mohs’, el único poemario que tuvo tiempo de publicar en vida.
En su amanecer, Marc Márquez era la guerra. Llevaba la polémica en las raíces y jamás le bastó la mera existencia. Y, sobre todo, todo era divertido. Era divertido liarla y verse último, porque permitía remontar como en un videojuego. A veces salía bien, como en Portimao 2010 o en Valencia 2012. Otras veces salía fatal, como en Argentina 2018.
No parecía importarle demasiado eso de perder algunas batallas, especialmente porque casi siempre ganaba las guerras. Llegó un punto en el que vivía en un constante atardecer, sintiéndose en una infinita ‘golden hour’ donde hacía las delicias de todos los fotógrafos: todas las fotos salían con una luz perfecta y radiante, con su silueta envuelta en un aura perfecta de imbatibilidad.
De repente, algo se rompió en su cielo y la guerra se le volvió en contra. Meses y meses de camas de hospital y camillas de quirófanos fueron haciendo mella en su ánimo y erosionando incluso su forma de ser; y saber que la posibilidad de no volver a las motos era real le impulsó a buscarse una vida fuera de los circuitos.
La oscuridad total había llegado mucho antes del ocaso, como si fuese un larguísimo eclipse que aprovechó para encontrar una nueva estrella que guiase su rumbo. Y así, con el alma ensanchada por la irrupción del amor en su vida, volvió con un objetivo marcado. No era, sin embargo, ese objetivo que todo el mundo proclamaba: ser el de antes.
Eso era imposible: como el hombre que se baña por segunda vez río de Heráclito, aquel Marc ya no existía. Y el río también había cambiado. Aquel tiempo de oscuridad le había servido para mirar hacia dentro de sí mismo y convertirse en un nuevo Marc; al tiempo que sus viejos rivales se habían ido retirando para dejar paso a jóvenes valores.
Cumplida la treintena, Marc Márquez sabía que entraba en la noche de su carrera deportiva. Aquel niño temerario -que vivía con la ausencia de miedo que da creerse con todo el tiempo del mundo por delante- había dado paso a un hombre reflexivo y, sobre todo, muchísimo más equilibrado. La nueva tranquilidad instalada en su cabeza hacía de contrapunto a su corazón guerrero.
Con la esencia y el talento intactos, el renovado Marc Márquez alcanzó un nivel de excelencia incluso superior al de su hora dorada hasta encontrar la calma en un rojizo y brillante atardecer que ha puesto fin a su guerra interna. “Estoy en paz”, dijo tras abrazarse al trofeo. Ese era su objetivo: que, dure lo que dure su noche, sea una noche de paz.
