Joan Garriga, una estrella fugaz de brillo inolvidable

Su éxito fue efímero, pero resplandeció de tal forma que sigue brillando tres décadas después.

Nacho González

Joan Garriga, una estrella fugaz de brillo inolvidable
Joan Garriga, una estrella fugaz de brillo inolvidable

Ensortijada mirada, a juego con su melena. Talento a raudales, no hacía falta fijarse en su casco para intuir que, tras esa pose de motero de barrio, se escondía un Comecocos. Pero aquel 1988, el mundo entero pudo comprobar quién era Joan Garriga, el chico malo que conquistó media España.

Sobre una Yamaha coloreada por Ducados, la categoría de 250cc asistiría a la primera entrega de lo que ahora es rutina en el Mundial, pero entonces resultaba algo excepcional: ver a dos españoles dominar una categoría, hasta el punto de polarizar la opinión de los fieles españoles de las dos ruedas.

Enfrente de una soga que sólo podía ser para uno, Sito Pons. A la postre, campeón del mundo aquel año… y al siguiente. Frío, inteligente, calculador. Considerado uno de los grandes pilotos de la historia de España, llamado a derribar los muros de un motociclismo confinado a las motos pequeñas, donde Ángel Nieto, Ricardo Tormo, Jorge Martínez ‘Aspar’ y compañía se habían hecho fuertes.

Sito era el iluminado, el foco que debía alumbrar a España en su crecimiento hasta el medio litro. Todo lo contrario, Joan surgió de las sombras. Sin más estrategia que la de hacer todo lo que fuese necesario para ganar. Han pasado casi tres décadas de aquello, pero 1988 siempre será el año en el que España aprendió a creer que podía.

Garriga sólo logró tres victorias en el mundial, pero se le recuerda como si hubiera logrado 30. ¿Por qué? La pregunta es lícita: cómo un piloto de tan efímero éxito puede haberse quedado grabado en el imaginario colectivo de un país. La respuesta es sencilla: a una estrella no se la recuerda por el tiempo que pasa brillando, sino por la intensidad de su fulgor.

Y cómo brilló Garriga. Cómo dividió España entre ‘garriguistas’ y ‘sitistas’. Cómo deslumbró con aquel pilotaje descarado, agresivo como pocos. Con qué osadía se plantó en aquel medio litro plagado de angloparlantes, mirándoles de tú a tú hasta subirse a ese histórico podio de Gran Bretaña en 1992.

Poco importan ahora todas sus sombras posteriores, que fueron muchas hasta aquel trágico accidente que se le llevó el pasado 2015. Seguramente muchas más que sus luces. Pero el motociclismo es un deporte agradecido, al menos cuando el recuerdo accede a rincones más profundos de la memoria. Allí, la oscuridad carece de relevancia.

Sólo permanece el brillo de aquella estrella, fugaz como el paso de un Boeing 747 pero más resplandeciente que ninguna que conociese aquel cielo de 1988.