Sigue todavía extendida la percepción de que el Mundial de Superbike es una especie de cementerio de elefantes: un campeonato de segunda división donde todo aquel que llega de MotoGP se pasea como quiere. Una percepción que encuentra su (incompleto) argumentario en lo que hicieron, no hace mucho, dos pilotos históricos como Max Biaggi y Carlos Checa.
Hay también quién cree (o creía) que cualquiera de las grandes marcas puede ganar en Superbike en el momento que se lo plantee. Que Honda, Yamaha o Ducati solamente tienen que firmar un cheque para adquirir una ventaja técnica que inutilice los esfuerzos de sus rivales y, de paso, encierre en un segundo o tercer plano la variable del piloto.
Argumentos que palidecen cuando se observa con luz y taquígrafos lo que han hecho, unidos, Jonathan Rea y Kawasaki desde la temporada 2015. Números aparte, la sensación de absoluto control se ve refrendada por los encomiables pero vanos intentos de Ducati –la marca con más tradición y solera del campeonato- y Yamaha –no hace falta describir su potencial- por bajar de la cumbre al binomio entre el piloto norirlandés y su ZX-10R.
En un campeonato que vive a la penumbra de MotoGP, los destellos que emite Jonathan Rea con su dominio hacen patente que Superbike no es, ni por asomo, la hermana pequeña de los prototipos. Como si fuera una metáfora de su propia Ninja, donde el verde refulge sobre un discreto negro; Jonathan Rea es una luz verde en el lado oscuro del motociclismo.
No sólo eso. Ese brillo es el que hace brillar a todo el campeonato, alcanzando un nivel que hace que los pilotos que llegan de MotoGP pensando que arrastrarán el brillo inherente a dicho campeonato, palidezcan ante el resplandeciente verde y se vean sumergidos en ese lado oscuro. Sólo ahí entienden que Superbike no es un mundial de segunda, que es otro mundial.
Es otro mundial porque es, sencillamente, otro mundo. Con otras normas y un rey que lleva más tiempo inamovible en el trono que el de MotoGP, donde nadie permanece en lo alto tres años seguidos desde el quinto consecutivo de Valentino Rossi en 2005. Un rey tan sólido y brillante como nunca había conocido el Mundial de Superbike en toda su historia.
Desde que convirtió el artículo número 65 de la Ley del Estado de Superbike en el artículo número uno de la carta magna de las motos de serie, son muchos los que han redoblado esfuerzos para derrocarle. Hay quien incluso ha soñado con ello en momentos puntuales, pero que al final ha tenido que postrarse ante ese sonriente norirlandés al que nadie consigue atrapar en pista.
Igual que el brillo del cielo está determinado por la estrella con más poder lumínico, el de un campeonato viene dado por el brillo del aura de su campeón. Y por mucho que haya quien quiera considerar el Mundial de Superbike el lado oscuro del motociclismo, la realidad es que está perfectamente iluminado por la potente luz verde que emana del aura de Jonathan Rea.