Muchas veces, la vida es un acto de fe. La confianza ciega en que algo intangible puede darte más que cualquier realidad material. Que mientras que nos guiamos por manifestaciones externas como la risa o el llanto, en realidad son los conceptos abstractos de los que nos rodeamos los que nos transportan de la alegría a la tristeza, por ejemplo.
Uno de esos conceptos abstractos es el talento. Una capacidad difícil de definir e imposible de medir en una escala de valores. En algunas ocasiones es tan fuerte y precoz que se manifiesta en etapas muy primarias y de forma muy evidente. En otras, no solamente tarda más en salir a la luz, sino que las primeras evidencias son muy sutiles y difíciles de detectar.
Cuando esto sucede, el talento funciona como una flor. Hay que regarlo con regularidad y cuidarlo con mimo, incluso cuando lo único que se ve es un puñado de tierra. Es un acto de fe, de pura y ciega confianza en que la semilla que yace debajo de esa tierra terminará floreciendo, abriéndose paso entre la superficie y creciendo hasta terminar de abrirse.
Eso es lo que ha sucedido con Pecco Bagnaia. El piloto italiano no pudo demostrar su potencial en sus primeros años mundialistas, teniendo un florecimiento mucho más paulatino que los demás. En sus años con Mahindra ya comenzó a dar sutiles muestras de estar en posesión de ese talento latente, muestras que se iban haciendo más y más evidentes con el paso del tiempo hasta ir asomándose tímidamente a la superficie.
Con todo, la tierra en que había de brotar se estaba tornando en un páramo yermo, lo que ponía en peligro su crecimiento. Se hacía urgente el trasplante a un campo abonado, donde no le faltase nunca el agua ni el sustento para seguir ganando altura y terminar de florecer bajo la luz del sol: necesitaba abrirse al cielo. Ahí apareció el Sky.
Ya había estado allí, y cuando recibió una segunda oportunidad supo que tenía que aprovecharla. Había asomado la cabeza y tocaba devolver la confianza recibida, dejar muy claro que la fe depositada en él era motivada por su talento, que por fin había dejado de estar latente para expandirse por Moto2, una categoría donde muchos han sufrido para adaptarse.
No fue su caso. Desde el principio exhibió una progresión más que interesante y cuajó un primer año muy ilusionante que le sirvió para comenzar el segundo sabiendo que sería el último en la categoría: ya había firmado por Ducati para saltar a MotoGP en 2019. Cualquiera hubiera sentido la presión, sobre todo teniendo de rival al experimentado portugués Miguel Oliveira, cuyo talento despuntó en la adolescencia y que ya había peleado por el título en Moto3.
Lejos de arrugarse ante el luso, Bagnaia ha rozado la perfección en este 2018: ha ganado más carreras que nadie y ha puntuado siempre para proclamarse campeón del mundo con una solvencia impropia de sus 21 años: su talento había ido madurando desde la raíz, y al florecer se liberó por completo hasta volverse totalmente imparable. En MotoGP ya están avisados.