Shoya Tomizawa, el día que volvió el dolor

La trágica muerte del piloto japonés de la eterna sonrisa lleno el paddock de lágrimas.

Nacho González

Shoya Tomizawa, el día que volvió el dolor
Shoya Tomizawa, el día que volvió el dolor

Al Mundial de MotoGP ya se le había olvidado llorar. Llorar de dolor.

Durante más de siete años, las lágrimas que se habían visto por el paddock eran, casi en exclusiva, de felicidad. Cascadas con un sabor salado en la garganta pero con un regusto dulce en el paladar. Un regusto a poles, victorias y títulos.

Si acaso, lágrimas de rabia. De derrota. Lágrimas provocadas por la contención de iracundos gritos, o bien acompañando a los mismos. Por perder una carrera en el último suspiro. Por caer y no poder levantar la moto para seguir en carrera. Por decepciones de tipo deportivo.

Durante más de siete años, todas las lágrimas que se vieron en los grandes premios fueron a título individual.

El 5 de septiembre de 2010 fue el día que volvió el dolor. El dolor colectivo. Las lágrimas sordas, los ‘nopuedeser’. El día que todos recordamos el peligro que esconde cada curva. Cuando ya creíamos que la prematura marcha de Daijiro Kato había sido un mal sueño.

Aquel día, la fatalidad se escondió en las rápidas curvas de derechas del Misano World Circuit y nos dejó sin Shoya Tomizawa. Su Suter le descabalgó, y Scott Redding y Alex De Angelis no pudieron evitar impactar a gran velocidad contra el joven nipón, cuya muerte se confirmó poco después.

Otra vez no, clamaba el paddock para sus adentros. Rabia y desconsuelo se fundían en el imaginario colectivo de MotoGP, recordando a Kato. A Noboyuki Wakai. A Ivan Palazzese. Últimas víctimas de un campeonato que años antes había convivido con la muerte en los talones (Patrick Pons, Jarno Saarinen, Renzo Pasolini, Gilberto Parlotti, Santi Herrero).

Una época donde el dolor era un ingrediente demasiado habitual. Parte del pasado. Hasta aquel maldito 5 de septiembre, la de Kato había sido la única tragedia en década y media. Desgraciadamente, desde entonces hemos tenido que llorar a Marco Simoncelli y a Luis Salom.

Estamos llorando demasiado de dolor cuando ya se nos había olvidado. Cuando lo habíamos desterrado, al menos hasta aquel día donde el cielo se nublo ante la incomprensión de ver cómo unas desafortunadas décimas de segundo nos arrebataban la sonrisa de Shoya, que nos había cautivado ganando en Qatar y siendo segundo en Jerez.

En Misano, intentaba enderezar una temporada que se le había ido torciendo, pero en la que ya se había permitido el lujo de ilusionar, a sus 20 años, al país más necesitado de alegrías del motociclismo mundial: Japón. Allí, con solo 16 años, había sido subcampeón del All Japan de 125cc en su primer año –solamente por detrás de un Takaaki Nakagami que ganó todas las carreras-; un puesto que repetiría dos años después en la categoría de 250cc, por detrás de Takumi Takahashi.

No esperó a ganar el título para saltar al mundial, donde había competido tres veces como ‘wild card’ en Japón, puntuando en la última de ellas. En su primer año en el cuarto de litro se hizo asiduo de los puntos, pero cuando empezó a brillar con fuerza fue en su segunda temporada mundialista, ya en Moto2.

Aunque no encontró continuidad a su fulgurante inicio de año, cinco top 6 en las seis primeras carreras eran motivos para ilusionar al país del sol naciente. Su sonrisa, perennemente dibujada en su aniñado rostro, se había convertido en la sonrisa de Japón. En la sonrisa de Moto2.

Esa sonrisa le había abierto los corazones de todo el paddock y de todos los aficionados en sus casas. Por eso fue tan injusto, tan descorazonador que tuviese que ser precisamente su adiós el que nos recordara que la historia del mundial también se escribe con lágrimas de dolor.

Fueron innumerables los homenajes para recordar su figura. Por encima de ellos, destacará para siempre el de quien fue, desde pequeño, uno de sus mayores rivales y, sobre todo, uno de sus mejores amigos: Takaaki Nakagami. En 2013, en Misano, acabó segundo y en la vuelta de honor se fue hacia la placa en memoria de Tomizawa para dedicarle la victoria a Yukiko, la madre de Shoya.

El gesto de respeto de Nakagami fue el de todos los aficionados del mundo. La reverencia ante su recuerdo, la escenificación del reconocimiento global a un joven veinteañero al que, un día, todos lloramos; pero ante el que siempre sonreímos. Ante el que seguimos sonriendo.

Con su adiós, volvió el dolor, el llanto desconsolado. Pero ahora, con la perspectiva del tiempo, al recordar a Shoya Tomizawa lo que se recuerda es su sonrisa. E, inevitablemente, al recordarle, lo que se nos dibuja en el rostro es precisamente una sonrisa. No hay mejor tributo. Cada persona se hace eterna de una forma: Shoya lo hizo en una moto. Sonriendo.