Los cazadores de récords de velocidad en moto

A principios del siglo XX se convertían en realidad máquinas y motores antes sólo soñados por locos visionarios con los que comenzó la guerra de los récords de velocidad en moto.

Iván Montes Gálvez.

Los cazadores de récords de velocidad en moto
Los cazadores de récords de velocidad en moto

Antes del espacio fue el tiempo, antes del viaje fue la velocidad. Mientras que el viaje a motor era una «transgresión burguesa», una expedición más o menos lejana, el objetivo de la velocidad máxima, inequívocamente luminoso, divino y solitario, era la punta de lanza para hendir el infinito.

No es de extrañar que grandes mentes y sensibilidades del siglo XX como Aldous Huxley o T. E. Lawrence, por citar solo dos ejemplos, se sintieran atraídos sobremanera por la velocidad: «El único placer genuinamente moderno», decía el autor de Un mundo feliz; mientras que el hombre-mito del desierto, la gran leyenda de Arabia, afirmaba con una rotundidad premonitoria de su final (murió corriendo con su Brough Superior hace ahora 80 años) que «en la velocidad nos lanzamos más allá de nuestro cuerpo».

La conquista de la velocidad, una vez conquistado el último elemento, el aire, ha sido durante mucho tiempo la última frontera. Y la velocidad, ese atributo divino, ha obsesionado al hombre hasta lograr crear máquinas que la hicieran suya. Una curiosa alianza: la fría impersonalidad de la técnica y el fuego del éxtasis.

Hace más de un siglo, la ingenuidad y la determinación de unos pocos hombres que arriesgaban sus vidas por ser más rápidos que el rayo, por moverse aceleradamente hacia los límites, solo tenía parangón en la propia evolución de las máquinas y en la misma incomprensión de sus semejantes.

Conde Gastón de Chasseloup-Laubat: 63,13 km/h

El primer récord de velocidad lo estableció el conde Gastón de Chasseloup-Laubat en París, en el año 1898. La prueba había sido organizada por la revista La France Automobile y se trataba de hacer un kilómetro en el menor tiempo posible: el conde «voló» a 63,13 km/h con un coche Jeantaud movido por baterías, completando la distancia en 57 segundos. Fue un comienzo modesto, es cierto, pero consiguió que cientos de sportsmen y gentes pudientes se interesaran por la velocidad.

En 1903, por encima de las 100 millas por hora

La veda estaba abierta, y en apenas cinco años lo imposible ya era algo cotidiano: en 1903 se habían superado las 100 millas por hora. ¿Qué empujaba a aquellos nuevos hombres a arrancar las alas a Mercurio? Ellos eran conquistadores de lo intangible, cruzados del vértigo: «Quienes han paladeado un trago aún más potente de ese mismo tóxico —escribía Aldous Huxley en 1929—, me aseguran que son nuevas maravillas las que aguardan a quien tenga la oportunidad de sobrepasar la marca de los 120 kilómetros por hora. Desconozco en qué momento se trastoca el placer en dolor. Seguro que es mucho antes de que se alcancen las fantásticas velocidades a que se corre en Daytona […] Moverse a 240 kilómetros por hora debe ser una auténtica tortura […] La compensación de un placer excesivo por medio de la velocidad debe ser, imagino, una horrible alianza de malestar físico y de pavor intenso».

Primer récord oficial y primera vez que se superan los 200 km/h

El 14 de abril de 1920 Ernie Walker había llevado una Indian a 167,53 km/h por la playa de Daytona. Era el primer récord oficial de velocidad en la categoría de motocicletas. Sin embargo, años antes, en 1907, el pionero de la aviación Glenn Curtiss, encorvado en su máquina terrible de ocho cilindros en uve, se convertía en el ser humano más rápido de la tierra yendo a 219,31 km/h en Ormond Beach, Florida, un récord no oficial que se mantendría imbatible durante 20 años. Fue ese el primer rapto de Hermes, divinidad olímpica que poseía el atributo de la velocidad, el mismo dios que corona el trofeo de la Isla de Man.

Por aquel entonces, el récord en automóvil estaba fijado en los 205,45 km/h. Todo hacía pensar que la motocicleta, ese frágil e inestable vehículo al alcance de casi todos (o al menos algo más democrático que los, entonces, carísimos automóviles), era la máquina ideal para romper los límites… o soñar con hacerlo. Fue un argumento que aprendieron bien los fabricantes.

Años 30: por las autopistas superando los 250 km/h

El periodo de entreguerras se convertiría a la postre en uno de los más fértiles en cuanto a cazarrécords se refiere: Bert le Vack, Ernst Henne, Claude Temple, Joe Wright, Piero Taruffi, Eric Fernihough… Este último murió durante una prueba en 1938, cuando su moto se desbocó yendo a más de 290 km/h.

Años antes, el piloto británico Bert le Vack había llevado en 1924 una Brough Superior por la recta de Senart (Francia) a 191,59 km/h; y cinco años después batió su propio récord en el óvalo de Brooklands a la entonces inimaginable velocidad de 207,33 km/h.

Pero pronto surgieron rivales: Ernst Henne y las BMW fueron un tándem casi imbatible desde 1930: en Ingolstadt estableciendo una marca de 221,54 km/h, y en 1935, en la novísima Autobahn alemana, y por primera vez en la historia, una moto superaba los 250 km/h.

Cuando ya todo parecía poseído y domesticado, en 1936, BMW, por entonces imbuida en la carrera nazi por demostrar superioridad de Alemania, se sacaba de la manga la Kompressor 255, una moto sobrealimentada que en manos de Ernst Henne puso al hombre en la luna a 273,44 km/h (y en las de Georg Meier robaba a los británicos el Tourist Trophy ese mismo año).

Todo esto se consiguió con apenas dos ruedas, unos motores sencillos pero revolucionarios… y unos estrafalarios carenados de aleación ligera. Los años inmediatamente anteriores a la guerra supusieron la explosión de los motores sobrealimentados.

En 1938 Piero Taruffi asaltó los 274,18 km/h a lomos de una Gilera de cuatro cilindros con compresor, en la autovía A4 de Brescia-Bergamo. Taruffi había sido campeón de 500 en el Mundial de Velocidad seis años antes.

Rollie Free: en bañador por las blancas salinas a 240 km/h

La guerra trajo consigo un parón en la rápida evolución de las motos, pues las fábricas se concentraron en producir en masa motos simples y robustas para el ejército. Cuando los vientos de paz volvieron a soplar, las marcas retornaron a la competición y a la caza del último récord. Vincent, Triumph y NSU encabezaron entonces las listas de velocidades insanas conquistadas  por el hombre.

Comenzaban los tiempos de las blancas salinas de Bonneville, catedral del máximum celeritatem hasta nuestro días; y sin duda, fue el piloto Rollie Free en 1948, en bañador y tendido sobre una Vincent-HRD a 241,90 km/h, la imagen de los récords de velocidad de la posguerra. Un baño de sol muy curioso.

Guerra entre NSU, Triumph y Harley-Davidson: 400 km/h

En Bonneville, en las décadas de los años 50 y 70, los récords más sonados fueron a parar a manos de dos hombres: Johnny Allen y Don Vesco. El 6 de septiembre de 1956, Allen alcanzaba en las blancas salinas los 345,18 km/h con la Texas Ceegar, un torpedo con motor Triumph que superaba la velocidad absoluta establecida días antes en 338,09 km/h por el alemán Wilhelm Herz en la NSU Delphin III. Sin embargo, el récord del americano no fue certificado por la FIM (pero sí por la AMA). Aún así, el 31 de agosto, Allen había establecido un récord efímero en la categoría de 500 cc: 311,78 km/h.

En aquel verano indio comenzó la era de las streamliners (y el pique entre NSU y Triumph), las coloridas balas aerodinámicas con alma de motocicleta, tan exclusivas de las salinas de Bonneville, lugar que desde entonces se convirtió en el sitio oficial donde conquistar los nuevos récords de velocidad de la tierra.

En 1966, Robert Leppan se quedó a las puertas de alcanzar los 400 km/h con la Gyronaut X-1, un cohete de 1.3 litros con doble motor Triumph, al que vieron pasar a 395,36 km/h.

Y Harley-Davidson también tuvo su momento de gloria en 1970 con Cal Rayborn, quien pilotó un proyectil naranja, de nombre Godzilla y corazón de Sportster preparado con nitros, a 410,37 km/h.

Don Vesco, a más de 500 km/h en 1978

Con la llegada de los años 70, aterrizó en la tierra uno de los casos más curiosos: Don Vesco, dos veces récord del mundo con Yamaha y otra más con Kawasaki; un loco de la velocidad que había invertido decenas de millones en conseguir lo imposible: superar las 300 millas por hora, más de 480 km/h.

Aquel delirio morboso lo hizo realidad el 28 de septiembre de 1975, cuando su Silver Bird con motor Yamaha violaba lo divino, lo eterno y lo omnipotente yendo a 487,51 km/h. Y no paró ahí el maltrato: con la Lightning Bold con motores Kawasaki sobrealimentados, el infame Don Vesco se regocijaba a 509,78 km/h. Era el año 1978.

¿Qué lleva a un hombre a arriesgar su juicio, su vida y su dinero por experimentar un instante en la centelleante quietud del no-espacio y el no-tiempo? El escritor checo Milan Kundera ofrecía una improbable explicación en su libro La lentitud, que quiero rescatar aquí: «La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre […] El hombre encorvado encima de su moto no puede concentrarse sino en el instante presente de su vuelo; se aferra a un fragmento de tiempo desgajado del pasado y del porvenir; ha sido arrancado a la continuidad del tiempo; está fuera del tiempo; dicho de otra manera, está en estado de éxtasis; en este estado, no sabe nada de su edad, nada de su mujer, nada de sus hijos, nada de sus preocupaciones y, por lo tanto, no tiene miedo, porque la fuente del miedo está en el porvenir, y el que se libera del porvenir no tiene nada que temer».

Robinson y Carr, los últimos locos a más de 600 km/h

Dave Campos era ese tipo de hombre. En 1990 estableció un récord imbatible durante 16 años: 518,45 kilómetros por hora; y lo hizo a bordo de la Ruxton Harley-Davidson con doble motor, de tres litros.

Con el cambio de siglo, ha sido el bigotudo Rocky Robinson quien ha continuado difundiendo el evangelio de la velocidad absoluta. En 2006, con el Ack Attack, un bólido azul de doble motor Suzuki y 2,6 litros, alcanzaba los 551,68 km/h, un récord disputado con Chris Carr, adversario con quien desde entonces se bate en un relampagueante duelo.

Carr, con su rojísimo BUB Seven V4 de 500 CV, superó en 2009 el récord de Robinson del año anterior viajando en el tiempo a 591,24 km/h. No conforme con ello, y mesándose el bigote, Robinson, en 2010, tocó el infinito a 605,69 km/h… y volvió para celebrarlo.

El récord más emotivo

Aunque para mí, de todos los récords posibles, quizá haya sido el más «doméstico», el más emotivo y cercano, el más humilde, el que siempre más me ha llegado. Me refiero al conseguido por el neozelandés Burt Munro, que en agosto de 1967, a sus 68 años, con su vieja Indian de 1920 preparada artesanalmente, consiguió alcanzar los 305,96 km/h en la categoría de motos de menos de un litro. Aquella historia la pueden descubrir los lectores en One Good Run: The legend of Burt Munro, el libro de Tim Hanna en que se basaron para el biopic protagonizado por Anthony Hopkins, The World’s Fastest Indian.