Mongolia ida y vuelta

Yo nunca había ido a Mongolia, así que cuando me pregunté ¿por qué no iba? No supe decir que no.

Fernando Bautista

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54 días y 28.000 km de aventura

Después de unos meses de dudas y consultas (incluyendo una visita a Menorca para escuchar a Víctor y Carlos, que fueron hace un par de años) cuando apenas quedaba tiempo para conseguir los visados, los solicité. Llegaron justo a tiempo, así que a finales de junio arranqué desde España junto a mi amigo Urtzi, que me acompañaría hasta los Alpes. Cruzar toda Europa con temperaturas que rondaban y ** superaban los 40ºC** fue un presagio de lo que me esperaría algunos miles de kilómetros más tarde...

Parada en Turquía

En Estambul hice parada y fonda de una semanita. Marta, fan devota de las teleseries turcas, voló hasta allí, así que disfrutamos de esta hermosa ciudad visitando rincones poco concurridos que solo Marta conoce. Porque para ver lo que ven los demás, ya están los demás. Allí sucedió el primero de los hechos que marcaría el resto del periplo veraniego: perdí el DNI, el carnet de conducir, varias tarjetas bancarias y algo de dinero.

Fue mi primer golpe de mala y buena suerte. Mala, porque no es gracioso perder la documentación en ningún lugar, y lejos de casa menos; pero buena porque pude continuar el viaje ya que aún tenía el pasaporte, el permiso internacional de conducir, algunos dólares y euros en efectivo y una tarjeta que me pudo dejar Marta.

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Cuando fuimos a denunciar el descuido, un simpático policía turco presumió de ser el único de la ciudad que sabía hablar castellano: “no busquéis al segundo, no hay". Después de un paseo por el centro de Estambul en un coche de policía, seguimos con nuestro divagar por Constantinopla. Unos días después, amanecí triste por despedirme de Marta, que volvía a España, pero contento por arrancar hacia el este.

Me esperaban los salares que hay en el interior de Turquía, de los que me tuvieron que ayudar a sacar la moto en más de una ocasión; y la Capadocia, que no contaba con visitarla en este viaje pero mi improvisada ruta pasaba a escasos kilómetros y es difícil decir que no a esta hermosa parte del planeta.

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El siguiente punto marcado en mi horizonte era la famosa D915, conocida por ser una de las carreteras más peligrosas del mundo. A mí me pareció más hermosa que peligrosa, a pesar de las obras y de los operarios que me invitaron a té e hicieron varias maniobras con las excavadoras para que el viajero pudiera continuar. Así que me alegré mucho de estar allí. Crucé Georgia a pesar de los problemas con la policía y llegué a Rusia por una carretera montañosa realmente espectacular que me había recomendado Carlos Rodríguez. Y los consejos de Carlos no se pueden obviar.

Territorio militar

Quise acortar la ruta así que crucé algunas de las repúblicas rusas consideradas peligrosas, como Chechenia o Kalmunia. Allí había muchísimos controles militares y tanques, pero el evitarlos suponía un desvío de muchos kilómetros. Tenía muchos días por delante pero también muchos kilómetros, así que confié en la especie humana por mucho que vistiera trajes militares y hablara con tono belicoso. Las constantes paradas ralentizaban la marcha pero no impedían que continuara.

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Llegué al Volga y lo crucé. Empezó la arena, los primeros camellos, los campos de petróleo y la primera carretera realmente pestosa y odiosa al llegar a Kazajistán. Conocida por la cantidad de baches que hay es realmente incómodo circular por ella, a pesar de que todos los conductores ayudan y frenan cuando los baches obligan a cambiar de carril con tal de sobrevivir. Pero los baches son los baches, por mucho que me hubiera avisado **Aitor Zunzarren **que los había sufrido un mes antes que yo, persiguiendo los mismos sueños de manera mucho más organizada que la mía, todo hay que decirlo.

Una información que me vino muy bien en muchos momentos del viaje, en forma de chivatazos. Gracias Aitor. Más salares, más ayuda para salir de ellos, alguna tormenta en el desierto y para comer, el plato típico Kazajo a base de carne de caballo. Muy interesante y rico todo.

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Empezaron los problemas serios con la gasolina al llegar a Uzbekistán. En la misma frontera dejó de hacer calor y empezó a hacer muchísimo calor. Sufrí el primer sofocón serio. Solamente necesitaba la sombra de una palmera, una piscina y un par de birras, pero me tuve que conformar con la sombra de las garitas aduaneras. Uzbekistán siempre ha supuesto un par de problemas para los viajeros: los tediosos e interminables trámites aduaneros y el asfixiante calor. Con los últimos cambios estratégicos ahora se cruza la frontera con relativa facilidad, pero del calor nada ha cambiado. Sufrí muchas horas a más de 44ºC. Mi primer pinchazo llegó la primera tarde allí, coincidiendo con mi segundo golpe de calor uzbeko, en mitad de un atajo que inventé camino del mar de Aral. Es más gracioso escribirlo en casa viendo el otoño por la ventana que vivirlo en primera persona.

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A pesar de las vicisitudes, llegué al mar tristemente famoso porque la orilla ha retrocedido cientos de kilómetros. Pensaba que Moynaq, el más importante puerto del antiguo mar, iba a ser más decadente, pero se están construyendo muchísimos edificios. Antes eran pescadores, ahora son albañiles. A pesar de lo que muestran los documentales, yo no vi miseria en esta parte de la otrora república soviética.

Algunos barcos oxidados colocados como reclamo turístico para alegría de instagramers recuerdan lo que parece imposible, que aquello estuviera cubierto de agua hace pocas décadas. Pero si nadie dice nada, el fondo marino, seco, es igual que el resto del país: un secarral. Recorro como puedo el árido desierto, a ** 30 metros bajo el nivel del mar ** y voy visitando las famosas ciudades de la Ruta de la Seda: Jiva, Bujara y Samarcanda. Hermosas ciudades en medio de ninguna parte.

El calor aprieta pero los uzbekos son muy amables. En Jiva conocí a un motero polaco, muy simpático; en Bujara conocí a sus amigos que celebraban el cumpleaños de uno de ellos a base de vodka y nos unimos a la fiesta; y en Samarcanda intenté sobrevivir a una de las peores resacas que recuerdo, con cierto regusto a vodka, claro.

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Del desierto a la montaña

Llegué a Tayikistán y el paisaje se tornó montañoso al fin. Monté los Pirelli de tacos que traía desde España sujetados al depósito de la moto que tantas miradas y comentarios habían atraído. Empezaba uno de los platos fuertes del viaje: la Pamir highway. Carreteras superando los 3.000 metros de altura en más de un puerto rodeados por imperiosas montañas que llegaban a los 7.000 metros sobre el nivel del mar. La cosa se ponía seria.

La carretera no era off road como yo pensaba, sino de piedras y asfalto muy roto y bacheado. Hay mucho tráfico por lo que se hace muy incómodo conducir en esas condiciones. Al principio hace gracia, luego se convierte en tedioso y termina siendo un martirio. En todos los minúsculos pueblos hay alguna casa en la que alojarse. Son muy humildes y hospitalarios. Por diez o doce euros se puede cenar, dormir, desayunar y escuchar la historia local. Todo un privilegio.

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Decido ir por el corredor de Wakham, río que me separa de Pakistán. Todo el mundo saluda a mi paso. Incluso los de la otra orilla. Cuando, días después, abandono el cauce del río comienza el off road y ahora el país que llevo a mi derecha ya no es Pakistán, es China. Las cimas superan los 4.600 metros. El paisaje es imponente. Empiezo a tener problemas para respirar y voy un poco mareado. Parece que mis pulmones no terminan de hincharse y a cada bache temo que revienten todas las venas de mi cabeza.

Me encuentro con varios ciclistas, auténticos locos, verdaderos héroes. Uno de ellos daba más pena que yo, pero no quería ayuda, solamente tranquilidad. Decido escapar de allí lo más rápido posible, que no era mucho, rumbo a Kirgistán, 2.000 metros más bajo, donde llego de noche, muy cansado y algo aliviado. Kirgistán de día es un país hermoso. Hay muchos nómadas, caballos, yaks, yurtas y toca vadear ríos frecuentemente. Los paisajes que tantas veces había visto en los viajes de otros ahora salían en mis fotografías. Me estaba costando el viaje, pero estaba muy feliz por estar allí.

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Voy hacia el norte y duermo en una yurta en la orilla de lago Song-Kol, a donde llego después de subir un puerto de montaña realmente espectacular. A estas alturas del viaje uno ya se ha acostumbrado a las letrinas, pero me sigue molestando respirar con la altura. Y de noche hace frío. Conozco una familia de israelíes que me recomiendan una ruta entre montañas. Acepto el consejo a pesar de que suponía desviarme de mi ruta. El valle parecía un catálogo de viajes de aventura, pero después de todo un día para recorrer menos de 200 kilómetros llegué a un río de una belleza insostenible, casi tanto como imposible de vadear.

Después de muchas indecisiones di la vuelta y probé por otro fantástico valle con otro río infranqueable. Finalmente tuve que volver al punto de partida lo que ocasionó llegar a la siguiente gasolinera con menos de un litro en el depósito. Mi siguiente objetivo era el cañón de Charyn, en Kazajistán de nuevo. El cañón me decepcionó pero allí conocí a una familia de Barcelona que viajaba en una furgoneta. Me invitaron a cenar y acampé junto a ellos después de una interesante tertulia.

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La carretera vuelve a ser muy mala y en uno de los baches sufro una avería que casi me obliga a dejar allí el resto del viaje. Pero tuve suerte de que sucediera a cuatro kilómetros de una de las dos poblaciones que crucé en los seiscientos kilómetros del día, cerca de un taller de mecánicos muy manitas. Contra todo pronóstico pude continuar y llegar a Rusia por la república de Altái, de verdes montañas,reviradas carreteras y, además, preparada para el turismo de naturaleza. Impresionante lugar.

Llegar a Mongolia

Al fin llego a Mongolia y el cielo lo celebra con una gran tormenta. La frontera es sencilla a pesar de que en el visado no cupiera todo mi apellido y tuviera que aceptar mi entrada la más alta autoridad del puesto fronterizo. La carretera está recién asfaltada salvo pequeños tramos en obras que lo estarán pronto. Sería así durante varios días hasta que decidí abandonar el asfalto y arriesgarme por una pista de tierra de doscientos kilómetros que me recomendó mi amigo Zunzarren. No sin problemas y lluvia, crucé la interminable estepa para llegar a la majestuosa Kharkhorin primero y a Ulan Bator después, una capital descuidada que no aporta demasiado a quien la visita. Estaba contento por haber llegado con mi moto hasta allí pero el destino, esta vez, no merecía tanto la pena.

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Así que fui por los baches del norte hasta el lago Baikal en Siberia. La temperatura llevaba varios días por debajo de 22ºC. Muy agradable para viajar en moto. Todavía me quedaban 10.000 kilómetros para llegar a casa y no había vuelto a repetir alojamiento desde Estambul. Estaba cansado psicológicamente pero desde el punto de vista físico seguía fuerte, así que enfilé hacia el oeste, cruzando Siberia siguiendo la famosa ruta del transiberiano, y las espectaculares ciudades de Irkutsk y Kazan, dos de las más impresionantes de toda Rusia.

Siberia es monstruosamente enorme y se muestra al viajero monótona. Pero yo disfrutaba pensando en lo que realmente estaba haciendo: estoy en Siberia con mi moto, me repetía una y otra vez. Volví a cambiar neumáticos e hice una revisión a la moto que, a pesar de lo duro que era el trayecto, se estaba comportando de maravilla y eso que terminó la ruta con más de 250.000 kilómetros.

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Aquellos fueron días de largas rectas, muchos camiones, poca policía y algunos avisos de precaución por los osos. El asfalto era bueno y los días duraban 25 horas por aquello de ir continuamente hacia el oeste, así que aprovechaba bien las horas de luz hasta que llegué a la mágica Moscú, de obligada visita una vez más. Y sin muchas distracciones más, volví a recorrer Europa, por el norte esta vez, para regresar a casa y celebrar el cumpleaños de mi padre.

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54 días y 28.004 kilómetros después, cansado y satisfecho. Y ahora, que han pasado algunos meses, todavía no he llegado a asimilar el viaje en el que más he sufrido… Y disfrutado. Y es que los sueños para eso están, para cumplirlos despiertos.