Durante varias décadas, a Honda le ha pasado con la categoría reina del Mundial de motociclismo algo similar a lo que sucede a Estados Unidos con el mundo: que lo sienten como suyo. Su poder llegó a ser tal que hubo momentos en los que la única duda estribaba en saber qué Honda alcanzaría lo más alto del podio.
Hubo también periodos donde se permitían el lujo de jugar con varias leyes a la vez, algo que en ocasiones salió mal (NR500) y en ocasiones les permitió poblar la parrilla a bajo coste para diversos equipos (NSR500V), llegando a funcionar casi como un estado federal donde cada equipo se regía por las leyes federales de la marca contando con cierta autonomía estatal en otras.
Todo eso funcionaba muy bien porque las victorias y los podios fluían, con oficiales y privados poniendo su particular estrella en el salón de la fama del podio de MotoGP. Una, dos, tres y así hasta 50 nombres distintos hasta 2016, cuando Jack Miller ganó en Assen y elevó al medio centenar la relación histórica de pilotos capaces de volar con alas doradas hasta el cajón de clase reina.
Sin embargo, desde hace unos años el imperio se está desmoronando. Casi cinco años sin victoria de alguien que no se llamase Marc Márquez eran una realidad durísima para una firma acostumbrada a contar con un ejército de potenciales ganadores.

Por ejemplo, en las doce temporadas transcurridas entre 1995 y 2006, ganaron con cuatro pilotos en cuatro de ellas, con tres pilotos en seis y con dos pilotos en las otras dos. Desde 2019, o un ganador (Márquez en 2019 y 2021) o ninguno (2020 y 2022).
La lesión de Marc sumió a la marca en una depresión de victorias que nadie era capaz de mitigar. Ni los compañeros del de Cervera en el equipo oficial ni los pilotos del LCR, donde en este 2023 recalaba Álex Rins con contrato directo de fábrica.
Aun así, todas las esperanzas de los japoneses seguían en Marc Márquez, cuya lesión en Portimao trajo de vuelta los peores fantasmas, que se tornaron más reales con la noticia de que no llegaría a tiempo de correr en Austin, una carrera donde tenían puestas muchísimas esperanzas para terminar con su peor sequía: 24 carreras sin ganar.
Olvidaron que no tenían al Sheriff del condado de Austin, pero si al virrey de la Nueva España en Texas. Un trazado de pilotos que permite compensar los problemas que arrastra la RC213V y donde Rins siempre había brillado con luz propia, habiendo logrado allí estrenar su palmarés tanto en Moto3 como en Moto2 y MotoGP.
En el estado de la estrella solitaria, Rins volvió a vestirse de ídem con los tres colores de la bandera texana -que curiosamente también son los colores principales de su Honda RC213V en el LCR Castrol- y lo que representan.

El rojo encarna la valentía, de la que hizo gala cuando renunció a llevar una Ducati satélite por llevar una Honda oficial. El blanco es de la pureza y la libertad, dos virtudes que Rins ha exhibido siendo una especie de verso libre en la parrilla -hablando siempre claro sin miedo a represalias-; mientras que el azul es la lealtad que siempre mostró a Suzuki primero y que ahora ha trasladado al equipo de Lucio Cecchinello.
Con esas virtudes por bandera, fue pasando una y otra vez debajo de la ídem texana. Lo hizo siempre entre los tres primeros. Cinco vueltas en tercera posición, doce veces en segunda -la que ocupó al final del Sprint- y, tras la caída de Pecco Bagnaia, hasta en 13 ocasiones surcó antes que nadie la bandera de la estrella solitaria para convertirse en eso mismo: la estrella solitaria que devolvió por un día a Honda al sitio que una vez la marca creyó tener en posesión.