Puedes pasar 40 minutos al máximo, apurando cada frenada y tirando la moto a la curva lo más rápido posible. Hacerlo todo perfecto. Todo para llegar a la última vuelta con posibilidades de victoria. Y, aun así, tener que jugártelo todo en un punto. Porque has dejado a todos tus rivales atrás, excepto a uno.
Marc Márquez y Jorge Lorenzo hicieron la carrera perfecta. Tanto que se encontraron entrando juntos a la última vuelta. Marc entró primero pero frenó segundo, y así llegó al punto clave: la curva tres. Un ángulo envenenado que permite apurar la frenada y clavar los frenos para parar la moto casi por completo en el ápice.
Nada efectivo para hacer tiempos de vuelta, un recurso magistral para adelantar. Como si de un block pass de motocross se tratara. Buscas el ápice, pones ahí la moto y dejas que la imposibilidad física de que dos cuerpos ocupen el mismo sitio haga el resto.
Ninguno de los dos había llegado hasta esa curva tres para finalizar la carrera en segunda posición. Ambos se sentían merecedores de los 25 puntos y, sobre todo, de la miel de la victoria. Todo el trabajo del fin de semana estaba en juego, todo el riesgo asumido en la carrera podía irse al traste.
Mirando la clasificación, el que menos tenía que perder era Lorenzo. Pero si algo no hizo Márquez fue mirar la clasificación: solamente miraba dentro de sí mismo, en ese fuego interno que sólo se alimenta de victorias.
Y allí estaban: los dos mejores pilotos de la década sobre las dos mejores motos del momento. Una curva/trampa de la que sólo uno podía salir primero. Por más que quedase casi todo el circuito por delante, algo en el ambiente hacía presagiar que la curva era esa, que era el momento.
Como dos atletas llegando juntos al último kilómetro de la maratón de unos Juegos Olímpicos. Como el último penalti de una tanda en la final del mundial de fútbol. Como en el hoyo de desempate del Másters de Augusta de golf. Llegar hasta allí ya es toda una hazaña, pero no basta. Llegado el punto decisivo, más vale tener un as en la manga. Un último cambio de ritmo. El mejor lanzador del equipo. El temple adecuado con el putt. Algo. Porque a los ganadores sólo les vale ganar.
Eso es lo que son Lorenzo y Márquez. Y, en esa curva tres, los dos sabían que tenían que sacar ese algo. El de Marc era tan evidente como, a priori, eficaz. Poner su Honda RC213V en el ápice de la curva a baja velocidad con la clara intención de obligar a Lorenzo a hacer exactamente lo mismo con su Desmosedici, perdiendo tanto velocidad como tracción, obligándole a salir casi parado y a su estela.
Sobre el papel, la maniobra era muy buena. Cerrar el interior, el sitio lógico. Sobre todo teniendo detrás a un piloto tan lógico, tan cerebral. El manual indicaba que el balear tendría que buscar el ápice y conservar tanta tracción como pudiera para al menos poder acelerar por dentro.
Se le olvidó a Márquez que una de sus grandes especialidades es forzar a los demás a ser mejores. A ir más allá de lo que tenían en el plan inicial. A hacer algo distinto. Desde su llegada, ha obligado a pilotos consagrados a rejuvenecer para poder plantarle cara. Los dos mejores ejemplos son, evidentemente, Valentino Rossi y Jorge Lorenzo.
Con Rossi se ha visto en numerosas ocasiones. Con Lorenzo, también en alguna. Nunca tan clara. En Austria, el martillo y la mantequilla no habían logrado dejar atrás a Márquez. Ejecutados a la perfección, habían sido condición necesaria para llegar con opciones a la hora de la verdad. Necesaria, que no suficiente.
Semejante empresa requería más. El as definitivo que decantase la contienda a su favor. Martillo, mantequilla, ¿y qué más? Durante un segundo, Jorge Lorenzo retrocedió casi 15 años hasta aquel 20 de septiembre de 2003 en Río de Janeiro, donde logró su primer triunfo ante Casey Stoner y Alex De Angelis, empezando la última vuelta cuarto y con un decisivo adelantamiento por fuera a Dani Pedrosa.
Él ha crecido, las motos también. Sin embargo, bajo la capa de madurez del Lorenzo de 2018 se puede encontrar a aquel niño del chupa chups que se peleaba con la Derbi. En Austria, Márquez le obligó a sacar un truco más, y Lorenzo recurrió a su pasado. Mientras Márquez se paraba en el ápice, Lorenzo se olvidó de buscar el interior.
Como en aquel 2003, desechó la opción lógica. Pasó de estrategias y recurrió al instinto y, mientras Márquez seguía parado, él pasaba por fuera hacia una de sus mejores victorias tras el que sin duda fue, por el dónde, el cómo, el cuándo y el contra quién, el mejor por fuera de toda su vida. Necesitaba un truco y, en vez de buscar algo nuevo, sacó el más viejo que tenía. El instinto le llevó, por fuera, a ganar.