Cuando Jorge Lorenzo decidió dejar la quietud de Yamaha –donde había pasado casi una década plagada de éxitos- para adentrarse en ese huracán casi indomable llamado Ducati, lo hizo con un objetivo: ganar vestido de rojo y demostrar(se) que podía hacerlo. Igual que se lo demostró, todavía adolescente, con otra moto roja con la D como inicial: la Derbi de 125cc.
Pasaban las carreras y la victoria no llegaba. Un sinfín de problemas de adaptación propiciaron multitud de críticas. Y peor que las críticas, las dudas: ¿será capaz de lograrlo algún día? No estaba en duda su talento, pero sí la maleabilidad del mismo, su capacidad de liberar todo ese talento fuera de los límites de su adorada Yamaha YZR-M1.
Los resultados no acompañaban, más allá de un par de podios en Jerez y Aragón. Se atisbaba cierta evolución, pero era evidente que estaba muy lejos de hacer suya la Desmosedici. Llegó Sepang, donde sólo su compañero Andrea Dovizioso se interpuso entre él y la victoria. La sugerencia de poner el ‘mapping 8’ como orden de equipo velada –y lógica (Dovi se jugaba el título)- hizo imposible saber qué hubiera pasado en una lucha de poder a poder.
Ya en 2018, se destapó en pretemporada triturando el récord de Sepang, precisamente. Pero volvieron los problemas. Si bien por momentos conseguía llegar a ser realmente rápido, seguía sin aparecer el Lorenzo dominador. Las tres primeras carreras fueron un tanto desastrosas. El bagaje, paupérrimo: retirada en Qatar, 15º en Argentina, 11º en Austin.
En la general ocupaba el 16º puesto con 6 puntos. Para colmo, su compañero Andrea Dovizioso era líder con 46. Mientras tanto, el mercado de fichajes bullía como nunca lo había hecho a esas alturas de año. Ducati lanzaba al mundo el mensaje de que su prioridad era renovar a ambos pilotos, al tiempo que la rumorología subastaba la moto de Lorenzo.
MotoGP llegaba a Europa por la puerta de Jerez. Lo sucedido un año atrás invitaba/obligaba a una reacción de Lorenzo. Salida fulgurante y, por primera vez en la temporada, cogía el mando. Después vendría la caída a tres junto a Dani Pedrosa y Andrea Dovizioso, y el consiguiente cero que le hundía aún más en la general.
Al tiempo que Lorenzo bajaba en la general, subían los niveles de impaciencia en la dirección de Ducati. En Francia volvió a salir como una exhalación, pero perdió fuelle y acabó sexto, por detrás de las Desmosedici del Pramac del italiano Danilo Petrucci y el australiano Jack Miller. Los mejores postores a bajarle de su moto, nada menos.
La explicación de Jorge a su bajón fue sencilla: cansancio. Pura ergonomía. Tenía que forzar demasiado para pilotar y le pasaba factura. Una cuestión física bajo la que subyacía una cuestión química. Y pidió una pieza muy concreta: un apéndice en el depósito para mejorar su postura, pilotar más cómodo y burlar al cansancio.
En Le Mans se pudo ver que la velocidad estaba realmente ahí, y que ya era cuestión de mantenerla durante cuarenta minutos. Paradójicamente, mientras más se acercaba Lorenzo al escondite de ese martillo rojo que se le resistía, su futuro parecía alejarse más y más de la firma italiana.
El martillo estaba escondido en Mugello. Lorenzo lo encontró y lo guardó cerca del depósito. Sin querer dar demasiadas pistas, ya apuntaba en la previa que no le preocupaba el cansancio, sino los neumáticos. No le preocupaba el cansancio: con la última de una pequeña serie de modificaciones, finalmente había recuperado la química y, de un plumazo, la cuestión física desapareció de la ecuación.
No hubo fisuras en su ritmo esta vez. Ni siquiera cuando Andrea Dovizioso logró situarse segundo. Ese fue el momento en el que podrían haber aparecido los titubeos, a tenor de la mayor simbiosis del italiano con la Desmosedici. En Mugello, DesmoDovi sucumbió ante DesmoJorge. O, en italiano, DesmoGiorgio. No sólo fue la victoria, sino la forma: de principio a fin, calcando tiempos vuelta tras vuelta. Inabordable. Como hacía con la M1. A lo Lorenzo.
“Es demasiado tarde", diría después cual Joaquín Sabina a su princesa Ducati. Una princesa que, en medio de su sonrojo, parece que tendrá que buscarse otro perro que le ladre. Seguramente será Petrucci, pero eso poco importa. De lo que suceda hasta final de temporada dependerá el nivel de arrepentimiento de Claudio Domenicali, a quien todos señalan como el gurú que levantó un silencio oscuro entre piloto y marca.
Jorge Lorenzo ya no tiene miedo a la Ducati. Ya ha ganado con ella y es posible que vuelva a hacerlo mientras se consumen las cenizas de su breve pero intensa relación. Ya no le tiene miedo, pero tampoco puede seguirla en su viaje.
Qué raro se hace ahora recordar los test de Valencia 2016, cuando todavía era la princesa de la boca de fresa... hace apenas dos años.
(En cursiva, extractos de la canción 'Princesa', de Joaquín Sabina)