Hace once años, el periodista Gonzalo Vázquez firmaba una de las mejores obras periodísticas que se recuerdan en el deporte español, en la que aplicaba al baloncesto la tesis de Mihaly Csikszentmihalyi, doctor en psicología por la universidad de Chicago, publicada bajo el nombre ‘Flow: The Psychology of Optimal Experience’ (en español ‘Flujo: la psicología de la experiencia óptima’).
Analizaba desde el deporte de la canasta la existencia de fases de flujo a través de leyendas como Michael Jordan, Magic Johnson, Kobe Bryant o Larry Bird. Ese flujo se describe como “el estado del rendimiento resultado de la aptitud maestra, el decisivo momentum donde talento, trabajo y energía coinciden en el punto máximo procurando con ello un estado de satisfacción de beatífica plenitud”, que proporciona una sensación de calma, control absoluto y unión con el entorno.
Son momentos en los que nada puede salir mal. Jordan hablaba del ‘efecto piscina’ para ilustrar la sensación de que el aro se volvía enorme. Se percibe también como un estado de trance, como recuerdan los compañeros de Bird cuando, tras firmar 60 puntos en una noche memorable, el rubio alero de los Celtics parecía encontrarse ausente. Como en otra dimensión.
Volviendo al presente y trasladando la tesis al asfalto, hemos visto diversas fases de flujo en los últimos tiempos. Estados de experiencia óptima que han volteado campeonatos y que, igual que en el baloncesto, suelen estar reservados a los más grandes: Valentino Rossi, Casey Stoner, Jorge Lorenzo, Dani Pedrosa, Jonathan Rea o Álvaro Bautista podrían servir como ejemplos.
Aunque quizás, el más evidente de todos, sea el de Marc Márquez a comienzos de 2014, cuando enlazó diez victorias consecutivas ganando carreras de todos los colores. En aquellos momentos, daba igual cómo estuviera transcurriendo la carrera, todos los caminos parecían conducir a un triunfo del 93.
Una fase de flujo tan prolongada en el tiempo en la máxima categoría del motociclismo es extrañísima de ver; pero sí se ven fases que duran un puñado de grandes premios y que tienen la capacidad de revertir la tendencia de una temporada. Sin ir más lejos, Pecco Bagnaia lo experimentó el año pasado cuando enlazó cuatro triunfos seguidos para dispararse hacia un título que justo antes parecía tener perdido.

Este año le está tocando ser la víctima de lo que, cada vez más, parece una fase de flujo. El agraciado con la misma no es otro que Jorge Martín, que hasta el pasado 9 de septiembre sumaba dos victorias en MotoGP y otros dos sprints; y que desde entonces lleva dos victorias más y tres sprints en tres grandes premios.
106 puntos de 111 posibles que le dejan el liderato a punto de caramelo cuando hace menos de un mes ya había quienes estaban grabando el nombre de Francesco Bagnaia a la placa del trofeo de MotoGP.
Y no es tanto el qué sino el cómo. En Misano logró (¡por fin!) su primera pole del año, que transformó en dos victorias absolutamente incontestables. Dominó a placer sábado y domingo, dejando la sensación de que si le hacen estar corriendo tres horas seguidas, hubiese seguido haciendo los mismos tiempos por vuelta. A los que solo él podía llegar.
En Buddh, se le apareció el efecto piscina. Aquel fin de semana, el más rápido era Marco Bezzecchi, que acabaría ganando el domingo de forma contundente. Sin embargo, en el global del fin de semana, nadie salió con más puntos que él: venció en el Sprint aprovechando que a ‘Bez’ le sacaron de pista en la primera curva, y el domingo firmó un segundo puesto con regusto a victoria.
Y así llegamos a Motegi. Un trazado en el que no solamente nunca había ganado, sino que supuso su único lunar al impresionante final de temporada que hizo en 2018 para proclamarse campeón mundial de Moto3.
En el trazado nipón, después de hacerse con su segunda pole del año, remató un sábado sencillamente perfecto con una victoria clara en el sprint ante su antiguo compañero Brad Binder. Nuevamente parecía entrar en trance, fundirse en uno con su moto y el asfalto para volar más rápido que el resto hacia una nueva victoria.

Y, si faltaba alguna prueba de que Jorge Martín ha entrado en fase de flujo, el cielo se encargó de disipar cualquier atisbo de duda cuando empezó a descargar su líquido elemento en el momento exacto para implantar el caos más absoluto en MotoGP; generando una situación un tanto dantesca en la que casi todos los pilotos entraron a cambiar de moto antes de completar la primera vuelta.
Se daban todos los condicionantes para hacer trizas el guion establecido que apuntaba a una manifiesta superioridad de Martín, adentrando a la clase reina en una cueva oscura en la que apenas tenían dos palitos para hacer la luz: durante todo el fin de semana, no se había rodado en agua más que durante el cada vez más breve warm up.
El contexto invitaba a pensar en la prudencia de Martín, al mismo tiempo que en la proliferación de otros pilotos con mucho menos que perder como Miguel Oliveira, Jack Miller, Johann Zarco y, por supuesto, Marc Márquez.
Pero no. Martín, como confesó después, decidió jugársela. Como si el resto del calendario se hubiese borrado y no existiese nada más que esa carrera. Un ‘all in’ donde el corazón se impuso a la cabeza, porque la cabeza no manda en alguien que está fluyendo. Solo hay una sensación de calma (en el piloto), de control absoluto (de la moto) y de unión con el entorno (el agua).
Y así, fluyendo sobre el agua hasta volverse uno al más puro estilo Bruce Lee, Martín lideró la carrera hasta que se detuvo, dos veces, por bandera roja. Jamás se podrá saber si, de haberse alargado, Márquez le hubiese privado de la victoria. Es irrelevante. No se puede luchar contra el efecto piscina.
Es imposible saber cuánto durará esa fase de flujo. Puede que, cuando concluya esa experiencia óptima y Martín despierte de ese trance, para Bagnaia sea ya demasiado tarde.