Las cosas, en la vida, no pasan por casualidad, y MotoGP no es una excepción. No es una casualidad que Marc Márquez salve cosas imposibles día sí y día también, y tampoco es ninguna casualidad que Jack Miller, con poco más de 23 años, ya sepa lo que es ganar en la categoría reina con una moto satélite, y acabe de hacer una pole en la categoría reina con otra moto satélite distinta, en su segundo gran premio con la misma.
Cuando, hace algo más de tres años, el veinteañero Miller se plantó en la parrilla del Losail International Circuit para debutar en MotoGP sin haber pasado por Moto2, la afición se debatía entre los aplausos a su valentía y las críticas a su temeridad. Al fin y al cabo, los riesgos son una moneda de dos caras, pero la historia del deporte la han escrito aquellos que no se cansan de lanzarlas al aire.
No podemos saber qué hubiera sido de Miller si hubiese optado por seguir el camino establecido. Qué le hubiera deparado la siempre cruel categoría de Moto2.
Sus dos rivales en Moto3 vivieron experiencias diametralmente opuestas: Álex Rins brilló desde el inicio y el año pasado se unió a él en la parrilla de la categoría reina. Álex Márquez sufrió lo indecible para acoplarse a la categoría y todavía sigue ahí, si bien todo hace pensar que será su último año. En ese caso, Miller le llevaría cuatro años de ventaja en MotoGP, por los dos que le sacó a Rins.
Una ventaja relativa, claro. Porque, por mucho que llegase con un contrato con el logotipo de Honda Racing Corporation, el peaje por su salto al vacío fue la Honda Open primero, y una rebelde Honda RC213V privada después. Primero en el LCR, con el que apenas pudo sumar 17 puntos en su primer año en categoría reina, para cambiar de box y enrolarse en las filas del Estrella Galicia 0,0 Marc VDS.
Allí tampoco empezó bien. 14º en Qatar y cinco carreras sin puntuar hasta ser décimo en Montmeló. La 18ª posición que ocupaba en la parrilla de Assen tampoco invitaba a creer en un cambio drástico de su suerte, pero así fue. La lluvia igualó las mecánicas y Miller se encontró luchando por la victoria con Márquez.
Dos talentos caracterizados por saber moverse perfectamente en el límite. Aquel día, la Catedral del Norte invitaba al riesgo. El colombiano Yonny Hernández se vio en una ocasión única y se lanzó a por ella, viviendo un sueño de nueve vueltas hasta que se fue al suelo. Otros pilotos como Andrea Dovizioso –que por aquel entonces llevaba siete años sin ganar-, Danilo Petrucci o Scott Redding también se permitieron soñar.
Miller había ido escalando puestos y rodaba octavo, a nueve segundos de la cabeza, cuando la lluvia se volvió tormenta y salió la bandera roja. Se reanudó a doce vueltas, pero a Miller le bastó un giro para ponerse cuarto, detrás de Márquez. En apenas dos vueltas, las caídas de Andrea Dovizioso y Valentino Rossi les ponían primero y segundo.
Aquel día, Marc Márquez no quiso ser Marc Márquez. Pese a que llevaba cuatro carreras sin ganar, sus grandes rivales en la general estaban muy lejos, y decidió traicionar su esencia en pos del bien mayor. El cuerpo le pedía batallar con ese joven australiano que había osado meterle la moto en la chicane de entrada a meta, pero la cabeza le decía que no.
Aunque para Miller un segundo puesto hubiese sido glorioso, tanto su corazón como su cabeza le pedían ir a ganar. Asumir el riesgo más allá de lo recomendable. Confiarse a su talento por encima de la lógica. En resumen, lo que suele hacer Marc Márquez. Aquel 26 de junio de 2016, la primera carrera dominical en Assen, como Márquez no quiso hacer de Márquez, Miller tuvo que hacer de Márquez.
No han pasado ni dos años de aquello, y Miller ha vuelto a vivir otro día de gloria. HRC no le renovó y aceptó la oferta de Ducati para correr en el Pramac Racing. Desde el primer día pudo comprobar que la Desmosedici era una moto más agradecida que la RC123V, dejándose ver por las posiciones de honor a lo largo de la pretemporada. Ni siquiera el difícil Gran Premio de Qatar minó su moral.
En Termas de Río Hondo, mientras todos los pilotos persistían con las ruedas de mojado, Miller decidía cambiar a los slicks después de tres vueltas. Poco después, Márquez hacía lo mismo. Los dos tomaron la misma decisión… y ahí terminaron las coincidencias.
En su primera vuelta con los slicks, Miller se quedaba a cuatro segundos de los mejores tiempos. Los dos primeros sectores estaban bastante secos, y los teñía de rojo con facilidad, pero en el empapado tercer parcial tenía que hacer malabares para no acabar en el suelo. Y su tiempo se iba al garete.
Márquez también había optado por poner las gomas de seco después de su primera tanda de cuatro vueltas con las de mojado, pero se echó atrás. Ni siquiera completó una vuelta lanzada, decidiendo volver al garaje sin pasar por línea de meta para volver a coger la moto que llevaba calzadas las gomas de mojado, lo que sólo le dejaba tiempo para un giro.
En ese momento, parecía la opción menos arriesgada. Lo curioso es que, siendo apenas la segunda carrera del año, y más siendo la Q2, Márquez tomase la decisión de no correr el riesgo de caída que suponía seguir con los slicks.
Igual que en Assen 2016, Miller sí se decidía a bailar sobre el límite que Márquez no quería pisar. Una y otra vez, el tercer sector ponía a prueba su talento para mantener la verticalidad de su Ducati, privándole de la pole. Y una y otra vez, al más puro estilo Márquez, Miller hacía equilibrios con la moto para evitar la caída y para, también al más puro estilo Márquez, firmar sobre la bocina una pole memorable. Ah, Márquez acababa sexto.
Los dos grandes días para Jack Miller en MotoGP han tenido un patrón común: con el australiano haciendo de Marc Márquez en esos momentos en los que ni Marc Márquez quiere ser Marc Márquez.