Píldoras Jerez 2017 (y 10): Jerez, una catedral de infinitos dioses

El lugar sagrado de una religión, con gasolina como incienso y total libertad de culto.

Nacho González

Píldoras Jerez 2017 (y 10): Jerez, una catedral de infinitos dioses
Píldoras Jerez 2017 (y 10): Jerez, una catedral de infinitos dioses

La fiesta tocaba a su fin. Tocaba reemprender el camino de vuelta. Dejar Jerez atrás. Me resultó inviable quedarme a ver la segunda manga de la Red Bull Rookies Cup, y aunque me dio rabia perderme el triunfo de Aleix Viu, opté por quedarme con todo lo que había vivido: apenas habían transcurrido poco más de 48 horas, pero había experimentado tantas cosas, empezando por la jerarquía del merchandising que observé nada más llegar.

Caminando hacia la salida del circuito, y sobre todo, al pasar por el inmenso cartel donde Jonathan Rea, Jordi Torres y Xavi Forés anuncian la ronda jerezana de Superbike, no podía dejar de preguntarme cuándo volvería a ese lugar mágico donde el hooliganismo tiene cura; a ese rincón especial de la geografía española donde, inevitablemente, la música sólo se entiende en un compás de cuatro tiempos.

Atrás yacían preguntas sin respuesta: ¿Pilotos o carreras? ¿A qué huelen las nubes de Jerez? ¿Cómo será esto el día que Valentino Rossi falte? Sólo quedaban las certezas. Lo real, lo tangible: esa hora irrepetible que había comenzado con la madre de Álvaro Bautista para terminar cambiando la pregunta sobre las sempiternas renovaciones de Dani Pedrosa; todo ello pasando por ese tipo llamado Johann Zarco que ansía con convertir el negro en azul oscuro.

Se acababa el fin de semana. Se acababa un domingo de lujo ibérico y éxtasis gaditano. En el parking, innumerables motos aguardaban a sus dueños. Siempre se me ha dado fatal contar masas de personas, pero es que contar tal cantidad de motos me parecía imposible. Jamás había visto tantas juntas, tan ordenadas, tan distintas, tan iguales. Interminables filas que se perdían en el horizonte, al tiempo que la entrada del circuito se llenaba de abrazos de despedida entre personas con camisetas de todos los colores y pilotos.

Subimos al coche y pusimos rumbo a casa. Dormitando en el asiento trasero, me sumí en un estado de duermevela que me hacía incapaz de distinguir sueño y realidad. Sentía haber vivido un sueño de algo más de 48 horas, en el que se me abrían las puertas de una catedral única, del lugar sagrado de una religión. Una religión politeísta en cuyas misas se respira un incienso llamado gasolina, y donde cada uno rinde culto a su propio dios, porque allí abajo todos lo son. Pilotos, comisarios, ingenieros, mecánicos… Todos.

Desperté, aturdido: no sabía si aquella catedral de infinitos dioses había sido real o fruto de mi imaginación. Sólo sabía que quería volver. Sólo sé que necesito volver.